El aire en la cámara del crisol se espesó de repente, cargado con el olor dulzón de los lirios negros en descomposición. Gema sintió cómo los tallos bajo su piel se agitaban, como si Luciano hubiera pronunciado una palabra prohibida al mencionar aquella noche.
—No... —murmuró Eber, pero su voz sonó lejana, ahogada por un repentino zumbido que llenó los oídos de Gema.
El mundo se desdibujó.
De pronto, Gema ya no estaba bajo el molino.
Estaba allí: en el jardín de la casa familiar, bajo un cielo tachonado de estrellas que no titilaban, sino que respiraban. A su lado, Eber —más joven, con las manos manchadas de tierra— cavaba un hoyo con furia.
—Tiene que ser profundo —decía, y su voz era aguda, de niño—. O volverá a salir.
Gema (¿o era la Gema de ahora observando a la Gema de entonces?) miró hacia abajo.
En el hoyo yacía un reloj de plata, idéntico al de Iván, pero cubierto de... ¿sangre? ¿Barro?
—No podemos decirle a mamá —susurró la Gema niña, mientras enterraban el reloj con manos temblorosas—. Prométeme.
Eber asintió, pero sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas.
—Solo si prometes olvidar.
Un trueno retumbó, aunque no había nubes.
Y entonces Gema lo vio:
Marta en la ventana del segundo piso, observándolos con los ojos desorbitados.
—¡Gema!
Ernesto la sacudió, devolviéndola bruscamente al presente. El sabor a pétalos podridos llenaba su boca.
—¿Qué viste? —preguntó Eber, pálido.
Gema no pudo responder. Porque ahora lo sabía:
—Nosotros se lo dimos a Damián —susurró—. El primer reloj. Se lo entregamos.
Iván retrocedió como si lo hubieran golpeado.
—¿Qué?
Luciano emitió un sonido que podría haber sido una risa o un quejido.
—Los niños siempre son los mejores cómplices. Rompen cosas sin preguntar qué hay dentro.
Ernesto, siempre práctico, señaló al crisol.
—¿Eso significa que el "algo" que Damián encerró en el molino era...?
—El primer recuerdo —interrumpió Luciano—. El que empezó todo. El día que Marta descubrió lo que Damián hacía con el tiempo.
El crisol burbujeó violentamente, y por un segundo, la savia negra formó una imagen:
Marta, con un hacha, destrozando el taller de relojes de Damián.
Damián, inyectándole savia de lirio en el cuello mientras gritaba algo.
Y luego... los niños. Eber y Gema. Llevándose el reloj manchado.
—No... —Iván se llevó las manos a la cabeza—. Eso no puede ser.
—Por eso Damián te eligió a ti, Iván —dijo Luciano, casi con pena—. Porque eras el único que no lo había visto. El único que podía creer su versión.
El techo de la cámara crujió. Trozos de tierra y raíces comenzaron a llover sobre ellos.
—Se derrumba —advirtió Ernesto.
Gema miró sus brazos. Los lirios habían retrocedido un poco, como si la memoria las hubiera debilitado.
—Si alguien toma tu lugar... ¿el molino dejará de funcionar? —preguntó a Luciano.
Él asintió.
—Pero debe ser alguien con sangre de los tres linajes: Lozano, Varela... y Andrade.
Todos miraron a Ernesto.
El guardaespaldas soltó una carcajada amarga.
—Claro. El misterioso padre ausente.
—Yo lo haré —dijo Iván, adelantándose—. Ya estoy medio muerto.
—No —Ernesto lo detuvo—. Tú tienes que recordar. Yo... solo soy un peón.
Eber abrió la boca para protestar, pero en ese momento, el crisol estalló.
Un chorro de savia negra los empapó a todos, y en su superficie, Gema vio reflejada una última imagen:
Damián, de pie en lo alto de las escaleras, con un cuchillo en la mano.
Pero no el Damián que conocían.
Era el Damián de hace veinte años.
Y estaba sonriendo.