Lirios bajo la Luna

Capítulo 35

La calle del Espejo Roto no aparecía en ningún mapa.
Gema lo comprobó tres veces mientras el taxi avanzaba por callejones cada vez más estrechos, donde las farolas parpadeaban como pupilas a punto de cerrarse. A su lado, Ernesto apretaba el sobre negro contra su pecho. La cera roja del sello se había derretido ligeramente, dejando huellas digitales que no eran de ninguno de los dos.
—No deberíamos ir —murmuró Eber por enésima vez, anidado en el bolsillo de Gema—. El Cronista no invita… recluta.
Pero era demasiado tarde para dar marcha atrás.
El número 13 se alzaba al final del callejón, una puerta negra con un picaporte en forma de manecilla de reloj torcida. Al acercarse, Gema sintió el mismo hormigueo que cuando tocaba los cuadernos de Luciano.
—Entren —susurró una voz desde dentro, sin que la puerta se abriera.
El salón era un reloj despiezado.
Mesas de roble formaban engranajes en el suelo, cubiertas de platos vacíos y copas llenas de un líquido tan oscuro que reflejaba el techo… donde docenas de relojes giraban al revés.
Los comensales eran siluetas sentadas, inmóviles.
Hasta que Gema distinguió los detalles:
- Una mujer con la piel translúcida, venas marcadas como cadenas de un mecanismo.
- Un hombre cuyo ojo derecho era la esfera de un reloj de bolsillo, las manecillas clavadas en las 3:15.
- Una niña que sostenía un tenedor con manos de madera, sus dedos tallados con números romanos.
Al frente, en un sitial alto, el Cronista observaba.
No llevaba máscara, pero su rostro cambiaba con cada tic-tac del reloj de pared tras él: a veces anciano, a veces niño, a veces Damián.
—Gema Valente —dijo, y su voz era el crujido de un muelle oxidado—. Has devorado tiempo ajeno. ¿Sabes lo que eso hace con el alma?
El Primer Plato
Un sirviente esquelético depositó ante ellos una campana de plata. Al levantarla, Gema contuvo un grito.
Era el reloj de dientes.
Ahora funcionaba, sus manecillas girando frenéticas mientras los dientes rechinaban.
—Cada pieza en mi colección cuenta una historia —explicó el Cronista—. Esta perteneció a un dentista de Barcelona que extraía recuerdos junto con las muelas. Hasta que Luciano lo encontró… y le enseñó un uso más poético para los huesos.
Ernesto palideció.
—Mi padre tenía un diente de este reloj en un frasco.
El Cronista sonrió.
—Porque era su turno en la cadena. Como lo es el tuyo ahora.
Gema notó entonces que su copa no estaba vacía.
En el fondo, nadando en el líquido espeso, había un pequeño engranaje de plata. Al tomarlo, una visión la atravesó:
Iván, de rodillas en el pantano, mientras las raíces le trepaban por la boca.
Pero esta vez no estaba solo.
Detrás de él, emergiendo del agua como un gigante de fango y metal, se alzaba una figura con el rostro de Luciano.
Sus palabras resonaron en el salón antes de que Gema pudiera recuperar el aliento:
"El molino era la trampilla… pero el verdadero mecanismo está en la sangre. ¿Crees que escapaste de mí, sobrina?"
Los relojes del techo se detuvieron.
Todos a la vez.
En el silencio, Gema escuchó el sonido que había perseguido sus sueños desde la infancia:
El tic-tac de un reloj dentro de las paredes de su casa.
Pero ahora entendió.
No era un reloj.
Era un corazón.
El Cronista se levantó, su rostro deteniéndose en una versión juvenil de Luciano.
—El banquete termina. Pero el menú principal está por servirse… y tú, Gema, eres el plato fuerte.
Fuera, en la callejuela, alguien comenzó a tocar La Cumparsita en un organillo mal afinado.



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Editado: 29.06.2025

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