Hilary Russo
Pasado
27 de diciembre del 2017
Aquí tienes una versión aún más extensa, con diálogos mucho más elaborados:
No puedo. Simplemente no puedo hacer esto sola. El miedo y la angustia me invaden como una abrumadora ola que amenaza con ahogarme por completo. Siento que me falta el aire, que las fuerzas me abandonan. No quiero, no puedo afrontar esto sin él, no cuando él debería estar a mi lado en un momento tan crucial.
Las lágrimas saladas se deslizan sin control por mis mejillas, producto del intenso dolor que me consume en estos instantes, pero también del aterrador miedo a no ser capaz de asumir la responsabilidad que se avecina. Miedo a no poder ser una buena madre, a no estar a la altura de lo que mi pequeño necesita.
De pronto, la suave y reconfortante voz de mi madre me saca de mis pensamientos atormentados. Dirijo la mirada hacia ella y la veo de cuclillas frente a mí con una pequeña pero cálida sonrisa que logra tranquilizarme un poco en medio de esta tormenta emocional que me abruma.
—Vamos, cariño, respira conmigo. Tienes que calmarte —me dice con ternura maternal, mientras toma con delicadeza mis manos entre las suyas.
Obedezco su instrucción y comienzo a inhalar y exhalar lentamente, sintiendo cómo poco a poco la tensión abandona mi cuerpo.
—Tranquila, ya verás que todo va a salir bien —me asegura ella con convicción en su mirada—. Eres la persona más fuerte y valiente que conozco. Tienes que estar tranquila, por ti y por mi nieto.
—Tengo mucho miedo, mamá —confieso con la voz entrecortada por el llanto—. No sé si voy a poder con todo esto.
—Lo sé mi niña —responde ella, acariciando con ternura mi rostro—. Pero eres más capaz de lo que crees. Tienes el amor y el apoyo de todos nosotros.
Sus palabras me conmueven profundamente, pero el dolor y la incertidumbre siguen siendo demasiado intensos.
—No puedo evitarlo, siento... —una nueva contracción me corta la oración, mientras más sollozos escapan de mí. Tomo una profunda respiración antes de continuar—. Siento que no voy a ser suficiente, pero ni siquiera puedo reclamar el estar sola, porque no puedo echarle la culpa a él de que no esté aquí si ni siquiera sabe de la existencia de nuestro hijo.
El llanto me vuelve a atacar con fuerza, y en ese momento mi padre entra a la habitación y se dirige directamente a abrazarme. Me sostengo de él con todas mis fuerzas, ahogando mis sollozos en su camisa, mientras siento los suaves besos que deposita con ternura sobre mi cabeza.
—Siempre nos vas a tener a nosotros, mi princesa —dice mi padre, sosteniendo con delicadeza mi rostro para que lo mire a los ojos—. Nunca, jamás, te vamos a dejar sola. Afuera están tus hermanas y Enzo, que no deja de caminar de un lado a otro, esperando poder ayudarte.
Toma una profunda respiración antes de continuar, mirándome con una mezcla de ternura y determinación en su mirada.
—Cariño, solo tienes que mirar a tu alrededor para darte cuenta de que el día que estés tan cansada para seguir de pie, tienes a muchos a tu alrededor que te van a sostener y darte la fuerza suficiente para que sigas adelante. Nunca estarás sola en esto.
—Gracias, papá —respondo entre lágrimas, sintiendo cómo él seca con delicadeza mis mejillas humedecidas, antes de darme un beso lleno de amor en la frente.
Me giro para sostener la mano de mi madre, regalándole una pequeña pero sincera sonrisa.
—Gracias a los dos. Sin ustedes, sin todo su apoyo y su amor, no podría hacer esto.
Justo en ese momento, escuchamos que la puerta de la habitación se abre, y quien se acerca a nosotros es una enfermera que me ha estado atendiendo desde que llegué al hospital, hace unas horas, por las intensas contracciones.
—Futura mamá tenemos que ver si ya el bebé quiere por fin conocer este mundo —me dice la enfermera con una cálida sonrisa, refiriéndose a que me tiene que hacer el tacto de nuevo para verificar si ya estoy lo suficientemente dilatada para comenzar con el parto.
—Está bien, enfermera. Estoy lista —respondo, sintiendo un renovado destello de esperanza y determinación en mi interior.
En menos de quince minutos, me encuentro dirigiéndome hacia la sala de partos. No quise que alguno de mis padres me acompañara, pues siento que ese lugar le pertenece a otra persona, y no quiero que nadie se lo quite, aun si él no está aquí para compartir este momento conmigo.
La siguiente hora fue la más dolorosa y extenuante de toda mi vida, pero todo, absolutamente todo, valió la pena en el momento en que un llanto inunda la sala y, casi al instante, me están colocando a mi bebé sobre el pecho. Apenas me siente, se calma de inmediato. Está rosadito, aún con rastros de sangre, pero es simplemente perfecto.
Lágrimas de una inmensa felicidad se deslizan por mi rostro mientras admiro, embelesada, a quien se ha convertido en el centro de mi universo, en mi mundo entero.
—Bienvenido a este mundo, Oliver Loren Russo Amato —susurro con una sonrisa radiante, sintiendo cómo mi corazón se llena de un amor incondicional y eterno por este pequeño ser que acaba de llegar a iluminar mi vida.