Lirios de mil colores

Capítulo 20 | Quimioterapia

Hilary Russo

El hospital tenía un olor inconfundible. Era una mezcla de desinfectante, tela limpia y un fondo metálico que no podía identificar del todo. El aire acondicionado mantenía el ambiente fresco, pero aun así, sentía un sudor frío en la espalda mientras sostenía la mano de Oliver y caminábamos por el pasillo. Su manita apretaba la mía con fuerza, sus ojos oscuros escudriñaban cada rincón con una mezcla de curiosidad y miedo.

—¿Dónde estamos, mami? —preguntó con su vocecita curiosa, mirando las paredes blancas y las puertas numeradas.

Me agaché un poco para estar a su altura y le sonreí, intentando transmitirle calma aunque por dentro sintiera el pecho apretado.

—En el hospital, cariño. Aquí es donde los doctores te van a ayudar a sentirte mejor.

Oliver frunció el ceño y ladeó la cabeza.

—¿Me van a poner una curita?

—Algo así, pero en el brazo. Va a ser rápido, y yo estaré contigo todo el tiempo.

Asintió con un leve puchero, aunque no parecía muy convencido. Llegamos a la sala de tratamiento. Un grupo de enfermeras se movía de un lado a otro, organizando papeles, ajustando sueros y revisando monitores. Oliver miraba todo con los ojos bien abiertos, agarrando con fuerza mi mano. Su cuerpecito temblaba apenas perceptiblemente, pero lo conocía lo suficiente como para saber que estaba conteniendo el miedo. Nos dirigimos a un sillón de cuero sintético donde lo ayudé a sentarse.

Una enfermera se acercó con una sonrisa amable y una voz suave.

—Hola, Oliver. Soy Camila. Voy a estar contigo hoy. ¿Es tu primera sesión?

Él asintió, apretando los labios y bajando la mirada. Su manita seguía aferrada a la mía.

—Bueno, iremos poco a poco. Lo primero es canalizarte, y luego comenzaremos con la infusión. Puede que sientas un poco de frío o mareo, pero yo estaré aquí para ayudarte. ¿Está bien?

Oliver miró su brazo y luego a mí. En su boquita temblorosa podía notar el intento de contener un sollozo, pero se mordió el labio, resistiendo. Me incliné y besé su frente con ternura.

—Eres muy valiente, mi amor. Solo será un momento.

La enfermera preparó la aguja con cuidado, hablándole suavemente para distraerlo. Cuando la insertó, Oliver soltó un pequeño gemido y miró a otro lado, con su carita tensa y los ojos llenos de lágrimas que se negaba a dejar caer.

—Listo. Muy bien, campeón —dijo Camila, sonriendo—. Ahora comenzaremos. Si sientes alguna molestia, me avisas, ¿de acuerdo?

Oliver no respondió, pero asintió con la cabeza, mordiéndose el pulgar. La máquina comenzó a emitir un leve zumbido. Yo miré el suero goteando lentamente en la línea del catéter y tragué saliva. Esto era real. Más real que todos los diagnósticos, las consultas y los exámenes previos. Aquí estábamos, en la primera sesión de quimioterapia.

Pasé la primera hora en silencio, observándolo. Sus ojos estaban cerrados, pero su respiración era tranquila. Su manita aún descansaba sobre mi brazo, como si asegurarse de que yo seguía ahí le diera fuerzas. No quise molestarlo. En lugar de eso, saqué mi celular y revisé los mensajes de mi madre. Me había escrito hacía una hora.

Mamá: “Llegamos en un par de horas. La abuela está emocionada de verte. Espero que hayas descansado un poco.”

Me mordí el labio. Mi madre siempre se preocupaba por mí, incluso cuando yo no se lo pedía. Me conocía bien, sabía que no había dormido lo suficiente.

Mamá: “Hablamos cuando lleguemos. Te queremos.”

Suspiré y guardé el teléfono. Sabía que su presencia iba a ayudarme con todo esto, y aunque me ponía un poco nerviosa tener a toda la familia en casa, en el fondo lo agradecía.

Oliver se movió un poco en su asiento y abrió los ojos, pestañeando con cansancio.

—¿Ya me puedo ir, mami? —preguntó con voz somnolienta, frotándose los ojitos con el dorso de la mano.

—Todavía no, mi amor. Falta un poquito más.

—Tengo hambre —dijo con un leve puchero.

Sonreí, aliviada de que tuviera apetito.

—Cuando lleguemos a casa, la abuela seguro habrá preparado algo rico para ti.

—¿Arroz con pollo? —preguntó con esperanza, inclinando la cabeza.

—Seguramente —le aseguré, pasando mis dedos por su cabello con suavidad.

Cuando la sesión terminó, la enfermera retiró la aguja con cuidado y le pasó un algodón con alcohol sobre la piel. Oliver hizo una mueca, pero no protestó. Lo ayudé a bajar del sillón y tomó mi mano, caminando con pasos pequeños y algo cansados hacia la salida. Ya en el coche, él apoyó la cabeza en la ventana y cerró los ojos. No tardamos en llegar a casa.

Apenas cruzamos la puerta, el sonido de una maleta rodando sobre el suelo de madera me puso en alerta. Mi madre y mi abuela estaban allí, de pie en la sala. Mamá llevaba el cabello recogido en un moño relajado, y la abuela, con su pequeño cuerpo regordete, sonreía con calidez.

—¡Hilary! —exclamó mi abuela, abriendo los brazos.

Me acerqué y la abracé con fuerza. Sentí su perfume a lavanda y hogar, y por un instante, el cansancio de la mañana desapareció un poco.

—Hola, mi amor —dijo mamá con una sonrisa genuina, envolviéndome en un abrazo cálido—. ¿Cómo están?

—Cansados, pero bien —respondí, señalando a Oliver.

Mi madre y mi abuela miraron a mi hijo con ternura. Mi madre se agachó y le acarició la mejilla.

—Hola, pequeño. ¿Cómo te sientes?

—Tengo hambre —respondió él sin rodeos, con un leve mohín.

Mi abuela soltó una carcajada y aplaudió.

—¡Eso es una buena señal! Justo te preparé arroz con pollo, mi vida.

Oliver sonrió y levantó los brazos para que mi madre lo cargara. Ella lo sostuvo con facilidad, como si el tiempo no hubiera pasado y aún fuera su pequeño bebé.

Los siguientes minutos fueron un vaivén de movimientos. Mi madre desempacando cosas, la abuela en la cocina, yo organizando todo en casa. Cuando ayudé a Oliver a cambiarse de ropa para que estuviera más cómodo, él se abrazó a mi cuello.




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