Hilary Russo
Nos encontrábamos nuevamente en el hospital. Era una mañana gris, de esas en las que el cielo parece haber olvidado cómo brillar. Las paredes blancas del consultorio parecían más frías de lo habitual, aunque quizás era mi interior el que había empezado a enfriarse con la espera. Oliver, ajeno a la tensión en el ambiente, jugaba en silencio en una esquina de la sala con unos bloques de colores que el hospital dejaba disponibles para los niños. Lo observé un instante: su carita concentrada, las manitas pequeñas apilando con paciencia un bloque sobre otro, su frágil cuerpecito envuelto en una pijamita de dinosaurios que ya se le veía un poco grande. Y sin embargo, su sonrisa de vez en cuando iluminaba todo el lugar, como un faro en medio de una tormenta.
Yo estaba sentada frente al escritorio del médico, con las manos entrelazadas sobre mi regazo, tratando de parecer más tranquila de lo que en realidad me sentía. Cada vez que entrábamos a ese consultorio, el corazón me latía más fuerte, como si estuviera a punto de recibir una sentencia. Pero también sabía que era ahí donde se forjaban nuestras pequeñas victorias.
El médico entró con una carpeta bajo el brazo y una leve sonrisa que me hizo contener la respiración. Se sentó, hojeó unos papeles durante unos segundos eternos y alzó la vista hacia mí.
—Tenemos buenos resultados —dijo con tono pausado y seguro—. La quimioterapia está haciendo exactamente lo que esperábamos. Todo marcha como deseamos: los niveles han bajado, los marcadores indican que la leucemia se está reduciendo.
No pude evitarlo. Apenas escuché esas palabras, el aire volvió a mis pulmones de golpe. Sentí un alivio tan profundo que mis ojos se inundaron de lágrimas al instante. Bajé la mirada, respiré hondo y dejé que una de esas lágrimas se deslizara libremente por mi mejilla. Era una buena noticia, y Dios sabe cuánto las habíamos necesitado.
—Gracias a Dios... —murmuré, casi sin voz.
Pero el médico no dejó que el alivio me envolviera por completo. Había una pausa, un silencio lleno de significados, que anunciaba lo que venía después.
—Sin embargo —continuó, con voz serena pero firme—, ahora lo que sigue es un poco más difícil. Necesitamos realizarle un trasplante de médula ósea.
Fruncí el ceño, confundida. Me enderecé en la silla con el corazón volviendo a acelerar.
—¿Un trasplante? ¿Pero por qué? Si todo va bien, ¿por qué necesitamos eso?
El médico asintió comprensivamente, como quien ya ha tenido esta conversación muchas veces y sabe que las preguntas son inevitables.
—Entiendo que suene contradictorio, pero permítame explicarlo. La leucemia es un cáncer hematológico, es decir, afecta directamente a la sangre. En concreto, a la médula ósea, que es donde se producen las células sanguíneas. Lo que ocurre con la leucemia es que los glóbulos blancos empiezan a multiplicarse sin control y no maduran como deberían, lo que altera gravemente la función del sistema inmunológico.
Pausó un momento y colocó los papeles sobre el escritorio, entrelazando sus manos al frente antes de seguir.
—Aunque la quimioterapia ha funcionado muy bien y ha reducido la carga leucémica, no podemos garantizar que esas células malignas no regresen. El trasplante de médula ósea nos da una posibilidad real de curación. Consiste en reemplazar la médula enferma por una médula sana que pueda volver a producir células normales, funcionales. En otras palabras, es darle a Oliver una nueva fábrica de células sanas.
—Ya veo... —dije, procesando la información—. ¿Y qué es lo complicado de ese trasplante?
El médico respiró hondo. La parte más delicada estaba por venir.
—Lo más complejo es encontrar un donante compatible. No todos lo son. Necesitamos que el donante tenga una compatibilidad alta en cuanto a los antígenos leucocitarios humanos, lo que llamamos HLA. Y, aun encontrando al donante ideal, existe el riesgo de que el cuerpo de Oliver rechace el injerto, lo que conocemos como enfermedad injerto contra huésped. Aun así, contamos con medicamentos y tratamientos que ayudan a reducir ese riesgo. Tenemos fe en que todo saldrá bien, pero no podemos negar que es un proceso delicado.
Sentí un nudo en la garganta. Miré de reojo a Oliver, que seguía jugando, ajeno a toda esa conversación que hablaba de su cuerpo como si fuera una máquina que había que arreglar.
—Yo quiero ser donadora —dije de inmediato, casi en un impulso.
El médico asintió con una leve sonrisa.
—Esa es una posibilidad. De hecho, normalmente el primer paso es evaluar a los padres. En muchos casos, alguno de los dos es compatible. Pero tenemos que hacerle varios estudios para determinarlo con certeza.
—Yo me los puedo hacer. Hoy mismo, si es posible.
—Claro. Podemos programarlos de inmediato —dijo con tono profesional, pero con un dejo de comprensión en la mirada.
Guardé silencio un momento. Mi mente volaba a mil por hora. No podía evitar pensar en la posibilidad de no ser compatible. Y si no lo era… la única otra opción lógica sería su padre. Tragué saliva con dificultad. El solo pensamiento de tener que depender de él me provocaba una mezcla de miedo y rechazo.
—¿Y si…? —dudé, bajando un poco la voz— ¿Y si yo no soy compatible?
El médico sostuvo mi mirada con una seriedad tranquila.
—Entonces buscaríamos a su padre, y si no, iniciaríamos el proceso para buscar un donante en el registro nacional e internacional. Pero vamos paso a paso. Primero hagamos los estudios, ¿le parece?
Asentí, intentando que no se notara cuánto me temblaban las manos. Respiré hondo, intentando mantenerme fuerte por Oliver. Porque él me necesitaba entera, presente, valiente. Aunque por dentro yo sintiera que me caía a pedazos.
Me giré a verlo de nuevo. Él levantó la vista justo en ese momento y me sonrió. Me hizo un gesto para que viera la torre que había construido. Yo le sonreí también, pero los ojos me ardían de tanto contener el llanto.