Lo imperdonable

Capítulo I


El zumbido en el bolsillo le indicó que había entrado un nuevo mensaje. Intuyó que sería de Rodrigo Estenssoro e imaginaba su contenido, por eso ni siquiera se molestó en leerlo; esperó a que el ronroneo finalizara para continuar con sus pensamientos. 
No por mucho tiempo, puesto que el viejo José se acercaba por la vereda, bamboleando su desvencijada escobilla.

Una ligera sonrisa se le dibujó en el rostro, iba dirigida al mármol que tenía delante.

Hoy no me dejan hablarte.

En su imaginación, Mica le devolvió la sonrisa.

El viejo José lo miró por el rabillo del ojo, sin decir palabra, como hacía siempre. El enjuto anciano había aprendido, con los años, a respetar la privacidad de los visitantes.

Pompeyo no distrajo su atención de las letras plateadas. Como si Mica lo estuviera observando. Revoleó la mochila gris que colgaba de su hombro derecho y abrió la cremallera corta, sacó un manojo de billetes arrugados, los alisó mientras los contaba y le extendió dos al cuidador, que los tomó enseguida, como si quisiera alejarse a toda prisa; no sin antes agradecerle con un susurro.

—No me agradezca —respondió con amabilidad—, su trabajo lo vale.

El casero, que se ocupaba de mantener impecable la tumba de Mica, asintió moviendo la cabeza calva y se alejó con la misma parsimonia con la que se había acercado, hamacando la escobilla de izquierda a derecha, sin que los bordes de paja tocaran el suelo.

Me voy —saludó mentalmente—. Vuelvo la semana que viene, de no mediar ningún imprevisto.

Calzó de nuevo la mochila en su hombro derecho, bajó los lentes hasta encajarlos en el puente de su nariz y caminó rumbo a la salida.

El cielo se había despejado; se dio cuenta cuando el sol le dio de lleno en el rostro, cegándolo por unos segundos. De inmediato sus pupilas verdes se adaptaron al cambio de luz. No era la primera vez que el añoso ombú que custodiaba el sepulcro de Mica le hacía olvidar el calor circundante, tan fresca era la sombra que proyectaba, abrazando la adorada parcela.

Subió a su auto sin mirar a los lados, costumbre adquirida por los años de servicio y que ya no le interesaba aplicar.

Una vez abrochado el cinturón de seguridad corroboró que el mensaje de Rodrigo decía, palabras más, palabras menos, lo que esperaba: confirmaba la cita pactada la noche anterior. Encendió el motor del Volkswagen y la voz de Attila le inyectó la dosis de vida que había dejado pasos atrás, junto al ombú. Estaba dispuesto a dejarse aturdir.

Cuando llegó a la esquina de Paraguay y Scalabrini Ortiz divisó al fiscal en la mesa de siempre. El Varela Varelita estaba tan lleno como de costumbre a esa hora, pasado apenas el mediodía. Rodrigo había pedido un café y lo bebía de forma pausada, ajeno a su arribo.

Pompeyo lo observó con cierto recelo durante algunos segundos: el corte de pelo perfecto, la barba apenas crecida, exasperantemente prolija, la camisa blanca, impoluta.

Movió el retrovisor para mirar su propia imagen, opuesta diametral a la del hombre que lo esperaba. Se quitó las gafas oscuras con un suspiro resignado y observó con pena sus ojos verdes, rojizos por las escasas horas de sueño. Desató y volvió a atar con una rotosa gomita negra su cabello pincelado de gris, pensando en lo bien que le vendría rasurarse más seguido.

Al estilo Mica, sonrió con melancolía antes que su rostro se endureciera en un gesto de enfado.

¡No tenías que morir!

Al primero que saludó al entrar fue a Seferino, el camarero que avanzaba con sonrisa cansada y pasos lentos; con esa orgullosa dignidad que otorga la experiencia del trabajo constante. Lo palmeó con cariño en el rostro.

—¿Cuándo te vas a jubilar?

Seferino estaba en el bar desde que tenía recuerdo, cuando acompañaba a su padre a tomar «el café con los muchachos». Por ese entonces, el ahora mayor de los mozos del VarelaVarelita era un joven que recién se había casado y se encargaba de entretener al pequeño Pope cuando éste aún no llegaba a la parte alta del mostrador, solía darle los saleros para que los rellenara. Y a Pope le encantaba hacerlo. Se esmeraba con la paciencia que solo un niño de siete años jugando a hacer algo importante puede tener. Se arrodillaba en una sillita alta y, dejando asomar la punta de la lengua entre los dientes, como si fuera requisito indispensable para lograr absoluta concentración, vertía en ellos la sal junto con algunos granos de arroz. Para que no se humedezca, le explicaba Seferino.

—Voy a morir entre estas mesas —respondió el mozo mientras lo abrazaba cariñosamente—. ¿Cómo estás vos?

Había genuina preocupación en su voz. Seferino sabía muy bien del sufrimiento de su amigo Pompeyo; él también había conocido y amado a Mica. También ella había rellenado saleros.

—Mejorando de a poco —mintió Pompeyo entornando los ojos—. Volviendo al ruedo.

El viejo golpeó su espalda con suavidad.

—Ya veo; ahí te está esperando el fiscalito. Andá que te llevo uno doble. ¿Comiste?

Ruscalleda negó con la cabeza mientras se apartaba con delicadeza para ir a saludar a Rodrigo, que lo esperaba con los dedos entrelazados sobre la pálida fórmica de la mesa.

El fiscal se puso de pie en cuanto Pompeyo se acercó. Le extendió una mano delicada, muy pálida.  

—Hola —lo saludó luego de aligerar la garganta con un carraspeo corto.

—¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y usted?

—He tenido días mejores —contestó Pompeyo sin expresión, al tiempo que se quitaba la mochila y la colgaba del respaldo de la silla en la que después se sentó.

Rodrigo estaba nervioso y él lo sabía, pero no le importaba. Aunque le generara culpa. Sabía que tenía que importarle, pero no estaba en condiciones de cuestionarse nada. Ni de echar culpas. Ni de repartir perdones.

—¿Tuviste alguna novedad?

—No.

—¿Y entonces? ¿Para qué me llamaste?




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