Aquella mañana de octubre el calor apretaba más que en días anteriores; la primavera comenzaba al fin a asomar, los canteros de las plazas mostraban sus incipientes colores y las copas de los árboles se sacudían, ligeras. Como si bailaran, solía decir Mica mientras caminaban por Luis María Campos, en referencia a los lapachos rosados que adornaban las veredas del barrio.
Pompeyo dobló en Virrey del Pino. ¿Cuánto hacía que no andaba por aquella zona? Los recuerdos le apisonaban el pecho con una mezcla de dolor y nostalgia. Y dolía demasiado.
Al aproximarse a la esquina con Arribeños disminuyó la velocidad; le costaba horrores llegar hasta allí; mil veces, cada semana, hacía un nuevo intento pero desistía antes de que Santa Fe se convirtiera en Cabildo. Esta vez se obligó a conseguirlo.
Acercó el vehículo al cordón sin atreverse a apagar el motor. Con la respiración entrecortada y gotas de sudor marcando los recovecos de su frente, sujetó con fuerza el volante y adelantó el cuerpo, levantó los ojos y observó la ventana del quinto piso, la misma que permanecía cerrada desde hacía diez meses. ¡Qué solitario se veía el balcón! Pensó en las plantitas que con tanto mimo cuidaba su hija, seguro estarían resecas y descuidadas. Aunque no lograba verlas desde su ubicación, creyó distinguir una ramita que caía lánguida entre los barrotes, desfallecida, como si buscara refugio en el departamento de abajo. Inspiró profundo y se estiró hacia atrás, palpó el bolsillo de su pantalón y metió la mano. El llavero con la «M» llena de brillos pareció hacerle un guiño mientras que la pequeña Kitty se bamboleaba expectante junto a dos llaves doradas.
Apretó el conjunto contra su pecho y cerró los párpados. Suspiró una vez más, articuló los pedales y dejó que el Volkswagen se deslizara con blandura hasta posicionarse justo frente a la entrada del edificio.
Aún no había decidido si se atrevería a trasponer la puerta de blindex, todavía estaba inmóvil al pie de la escalinata blanca, cuando Fernando, el encargado, lo saludó con una sonrisa desde atrás del vidrio, abriéndolo de par en par.
—¡Don Pompeyo, qué alegría verlo! —manifestó alborozado al acercarse. A Ruscalleda no le quedó más remedio que entrar.
—¿Cómo anda, Fernando?
La voz le salió rasposa y un nudo le ajustó la garganta. Ese hombre que caminaba hacia él había sido quien lo había llamado aquel fatídico tres de diciembre. Y a la ambulancia. Y a la policía.
Fernando Escalada tenía más o menos su misma edad, era regordete y casi calvo; lo abrazó con efusiva emoción.
—¡Bien, bien! ¡Muy bien, don Pompeyo! Justamente anoche nos acordábamos de usted con mi señora. Nos preguntábamos cómo estaría, le dije que hoy le haría un llamadito. Ella me pidió que no lo molestase, pero a mí me parece que ya pasó tiempo ¿no?... Qué se yo —agregó con cierta vergüenza—, me iba a tomar la libertad...
Pompeyo entendió que no sería nada fácil para el hombre encontrarse con él. Intentó ser cordial.
—Muchas gracias —repuso, forzando una sonrisa—. Estoy bien, pero ya sabe, hay cosas que uno no supera nunca.
—¡No quiero ni imaginarlo, don Pompeyo...! —exclamó el encargado con gesto compasivo-—. ¿Quiere un cafecito?
—¡No, no, le agradezco..! Vine por...
—Todo está en regla, no se preocupe por nada. Tal como usted me pidió, le hago llegar las boletas a la señora Nelly todos los meses y ella, supongo que pagará en término, porque no hay ninguna deuda. Ninguna —enfatizó.
—Le agradezco mucho —repitió Pompeyo.
—No tiene por qué. Además —explicó el señor Escalada—, su orden se cumplió a rajatabla, nadie entró al departamento, ni siquiera el fumigador.
—Eso era lo más importante —aseguró Ruscalleda con voz temblorosa y agregó, tras una breve pausa—: pensé que me costaría menos volver, pero ya ve... me llevó poco más de diez meses, y todavía no sé si hoy podré...
—Al menos llegó... Si quiere, siéntese allá. —El hombre le señaló un grupo de tres sillones, ubicado en uno de los laterales—. Voy a traerle un vaso con agua, lo noto algo pálido...
—Sí, gracias, Fernando. ¿Su señora, está bien?
—Sí, sí, ella está perfecta. Ahora le digo que baje, así lo saluda.
—¡No, no, no la moleste! No se enoje, es que...
—Entiendo. No hay problema. Quédese acá que le traigo un vaso con agua.
El encargado se alejó y Pompeyo dejó caer su cuerpo sobre la cuerina clara, sintiendo que pesaba una tonelada. Al abrirse el ascensor, frente a él, escuchó una risa que lo llenó de congoja. ¡Era tan parecida a la risa de Mica! Si hasta le pareció verla cuando las puertas se abrieron. Lo saludaba con un mohín, con esa picardía y esa frescura que le eran tan propias.
Una señora joven y rubia salió de la cabina hablando por teléfono, lo miró de refilón con un dejo de desconfianza y luego buscó con los ojos al encargado, que se acercaba desde el fondo, con un vaso en la mano.
La mujer le sonrió y levantó la palma a modo de saludo, sin soltar el aparato y sin dejar de reír con quien estuviera al otro lado de la línea.
—¡Buenas tardes, Estela! —exclamó el hombre con jovialidad. La señora abrió el blindex y se alejó por la escalinata.
Pompeyo nunca había visto antes a la tal Estela. Se habrá mudado hace poco, pensó, aunque existía la posibilidad de que fuera una vieja vecina que, incluso, hubiera conocido a Mica y él nunca hubiera visto.
Recibió el vaso con gesto agradecido y se lo bebió de golpe; no porque tuviera sed, sino porque necesitaba pasar el nudo que le oprimía la garganta.
—Le agradezco mucho —repitió una vez más.
—¿Quiere que lo acompañe al departamento o, al menos, hasta la puerta? —preguntó el hombre tomando nuevamente el vaso.
—No, gracias. Necesito hacer esto yo solo.
—Entiendo.
Pompeyo se puso de pie y calzó su mochila en el hombro.
—¿Sabe? —dijo con una breve sonrisa—, usted y yo hemos hablado muy poco, más allá del saludo cuando venía a ver a Mica. —Se rascó la frente, intentando encontrar las palabras—. Nunca le agradecí por haber intentado ayudarla.