Lo imperdonable

Capítulo III

Pompeyo tenía una gran ventaja: era su casa, por consiguiente, conocía la ubicación exacta de cada cosa dentro de ella. Había que sumarle, además, la luminosidad que entraba por las claraboyas. Podía moverse con soltura por los interiores sin necesidad de encender las luces, no era cuestión de alertar a quien hubiese entrado, si es que aún continuaba allí.

Caminó despacio, midiendo cada paso que daba, empuñando el arma con ambas manos, apuntando hacia uno y otro lado.

Le llevó tiempo examinar cada rincón. El sitio era enorme. Pompeyo había armado su hogar en la que fuera la fábrica textil de sus padres, un predio de más de ciento cincuenta metros cuadrados que aún conservaba máquinas viejas, bobinas de telas, hilos y otros insumos, muchos de los cuales habían sido «incautados» por Mica y que, de haber seguido ella con vida, hubieran terminado, todos, en su poder.

Cuando estuvo convencido de que solo él se hallaba dentro del recinto encendió las luces y echó llave a la puerta de hierro negro.

Las cajas de Mica no habían sido tocadas, al menos eso parecía. Quienes hubieran entrado habían revisado los dos muebles metálicos de su «despacho», el placard de su dormitorio y todos los armarios que se les cruzaron en el camino. Pero ¿por qué? ¿Quién o quiénes eran? ¿Qué buscaban? ¿Tenía que ver con Mica? ¿Con Alfonsito Nicanor? ¿O tendría, tal vez, que ver con Nazareno? Después de todo, de una forma u otra, el chico estaba involucrado en ambos casos. Sacudió la cabeza para quitarse ciertas ideas que intentaban tomar forma y caminó hacia la heladera, sacó un botellín de cerveza, quitó la tapa haciendo palanca contra la mesada y bebió, de a sorbos, su contenido, pensativo.

Quería confiar en el buen tino de Mica a la hora de relacionarse con alguien; necesitaba creer que bastaba, para protegerse, con que fuera una buena chica, inteligente y avispada; Nazareno no podía ser una mala persona. Aunque, si lo pensaba bien, ¿cuántas chicas buenas e inteligentes había visto, asesinadas o estafadas por los «buenos chicos» que estaban con ellas? Volvió a negar con la cabeza. Mica era distinta, era hija de un policía y había sufrido varias denigraciones e intolerancias en su breve existencia; sabía cuidarse.

Tal vez no tanto, pensó con profunda tristeza cuando el rostro exánime de su hija en la mesa de la morgue apareció en su memoria.

Luego de tirar la botella en un cubo de plástico, sacó otra, apagó la luz y caminó hasta el dormitorio donde, al pasar, encendió el equipo de audio, la voz de Attila tronó una vez más por todo lo alto acompañándolo hasta su cama, donde aún aguardaba la manta de ositos.

Examinó el piso, no había vomitado allí la noche anterior. ¿Lo habría hecho en el baño? ¿Lo habría limpiado? Se levantó con pereza y fue a constatar: el sanitario estaba bastante aseado considerando que hacía tiempo que no le daba una buena limpieza. Decidió darse una ducha y acostarse a dormir.

Nunca, desde hacía diez meses, se había levantado de buen humor y esa mañana no fue la excepción, aunque a diferencia de las anteriores, no tenía resaca ni le dolía la cabeza

       

Nunca, desde hacía diez meses, se había levantado de buen humor y esa mañana no fue la excepción, aunque a diferencia de las anteriores, no tenía resaca ni le dolía la cabeza. Pompeyo consideró que era un buen comienzo y se aseguró a sí mismo que procuraría, de ahí en más, beber un poco menos.

Estaba decidiendo con cuál de sus dos ajados jeans vestiría cuando alguien llamó a su celular. Esta vez el aparato estaba bien visible sobre la mesa de noche, sin sonido, como era costumbre; fue la foto de Mica, sonriente y hermosa, que se iluminó de golpe, lo que le alertó del llamado. Era Nelly. Refunfuñó un poco y dejó que cortara. Necesitaba tomar unos buenos mates antes de ponerse a hablar con ella, seguramente ya estaba enterada de su vista a Arribeños. Hasta donde sabía, su ex cuñada mantenía una excelente relación con Fernando Escalada, por lo que no era descabellado pensar que el encargado la habría puesto al corriente de su visita.

Terminó de vestirse sin dejar de pensar en los acontecimientos del día anterior y en que debía visitar a Elsa Camaño, la tía de Alfonsito Nicanor. El nombre de Nazareno Acevedo se le hizo presente otra vez.

¿Cuánto estaría el chico involucrado en las actividades de Mica? ¿Tendría conocimiento de la existencia de las cajas archivo?

Los pensamientos de Pompeyo Ruscalleda aletearon dentro de su cabeza mientras llenaba la pava y la ponía al fuego.

¿Sabría Nazareno de qué se trataban esas carpetas? ¿Resultaría prudente que se lo comentase?

Tras llenar el mate con yerba decidió que necesitaría ayuda. No podía pedírsela a sus ex compañeros de comisaría, ya que habían sido ellos precisamente, aliados con Rodrigo Estenssoro y el comisario Di Doménico, quienes lo habían mantenido al margen de la investigación y, sin dudas, continuarían haciéndolo No le contarían nada de lo que averiguasen.

¡Pst! —rezongó para sus adentros—. ¡Mucho cuidarme, mucho cuidarme y no han encontrado absolutamente nada hasta ahora!

Se sentó en una silla desvencijada, y buscó en su teléfono el número de Seferino; el viejo camarero del Varela Varelita era el único en quien podía confiar total y absolutamente para lo que fuera. Los martes y miércoles eran sus días de descanso en el bar, además del domingo, cuando el establecimiento permanecía cerrado. Y era martes.

El mozo se mostró de lo más animado ante el requerimiento. Pompeyo contaba con eso, por supuesto; sabía que le complacería ayudarlo.




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