Lo que aprendí de ti

Secretos

Cuando le permiten a Taís pasar a ver a Rafael, le dicen que no puede permanecer allí por más de diez minutos y que él sigue sedado, por lo que es probable que no la escuche. Ella se limpia las lágrimas con un pañuelo arrugado que le facilitó Lina, respira profundo y sigue a la persona que le indicará dónde está.

Lina se acerca a mí y me pregunta cómo me siento, Paty aprovecha para ir al baño. No se ha despegado de su amiga en ningún momento.

—He intentado hablar con Taís, no es un buen momento, pero le dije que no debe ser tan dura contigo. No respondió, supongo que está sobrecargada, hay que darle su tiempo —sonríe con tristeza.

—Debo pensar bien qué es lo mejor para ella y para Rafael. Quizá mi presencia hace más mal que bien, pero no puedo irme sin saber que se pondrá bien —digo con un hilo de voz.

—No vas a ir a ningún lado, Taís te necesita —zanja Lina.

Niego.

—Te tiene a ti.

—No, nos necesita a ambas. Además, tenemos que turnarnos para ayudarla —agrega—. Esto no se solucionará en una noche.

Sé qué tiene razón.

En eso, veo que Taís sale por la misma puerta por la que desapareció hace un rato y se acerca a nosotras.

—Está dormido, tiene muchos cables conectados a su cuerpo… —comenta asustada—. Díganme que se pondrá bien, por favor, ¡díganmelo! —solloza.

—Iré por un vaso de agua —sugiere Lina mientras la ayuda a sentarse.

Taís parece perdida. Nos quedamos un rato en silencio hasta que ella habla.

—Perdí a mi madre y a mi padre cuando era niña, mi tío es todo lo que tengo. Si lo pierdo a él, no podré seguir —susurra.

—No lo vas a perder, Taís. —La quiero consolar, aunque yo también tengo miedo—. Es fuerte, saldrá adelante, lo hará por ti.

—Tú deberías estar allí —dice herida, su voz no suena altanera, sino rota—. Él no se merece eso, tú deberías estar en esa cama.

—Nadie se merece esto —corrige Lina que ha vuelto y ha oído lo que ha dicho. Sus palabras me duelen, pero entiendo su pesar—. No sé qué te dijo tu padre, pero no deberías juzgar así a Nika —regaña mi amiga con suavidad.

—Gracias a ella, él es un ser infeliz y roto, una sombra de lo que pudo haber sido. Además, para esconderse de todo, se ha dedicado a trabajar sin descanso y ahora está pagando las consecuencias del estrés que carga —refunfuña la pequeña.

Lina se sienta a su lado y toma su mano.

—Entiendo tu dolor y tu miedo, pero no debes ser injusta con Nika, ella te quiere mucho, tú la conoces, no es como si la vieras por primera vez, sabes quién es, has compartido mucho con ella. No deberías olvidar todos esos momentos. —Intenta convencerla.

—¡Ella es la que ha olvidado todo! ¡Ella miente! —zanja Taís. Se levanta y va hacia el baño.

Suspiro derrotada y, aunque Lina quiere que hablemos, le hago gestos de que no necesita hacerlo. Taís tiene derecho a sentirse así; de todas formas, Lina n va al baño tras ella. Yo saco mi libro para seguir con la lectura, por más que fui yo quien lo escribió, al leerlo en estos momentos es como si me reencontrara con la Carolina del pasado, como si la mujer que soy hoy la viera de frente por primera vez; como si la niña perdida de ayer me contara su historia.

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Tenía doce años la primera vez que vomité. Había empezado a comer mucho, de forma compulsiva y desordenada. Compraba golosinas a la salida de la escuela y las escondía bajo mi cama por miedo a que alguien las viera. Las comía todo el día, a toda hora, en todo momento. Me llenaba la boca de dulces y, a veces, no podía dormir por el dolor de estómago.

Una noche me sentí enferma, creo que comí chocolate en mal estado. Tenía sudor frío y retorcijones. La voz de mi madre se repetía sin cesar en mi mente y me decía que yo era una cerda, la veía colgada de mi techo regañándome por comer tanto y pronosticando mi obesidad. Observé mi cuerpo y lo vi distinto, alterado, flácido. Me levanté asustada para verme en el espejo y no me reconocí. Ya no era la niña delgada que solía ser, ahora tenía carne en la cintura y en la cadera, la goma de mi pijama se me quedaba marcada en la piel. ¡Estaba gorda!

Me acosté a llorar, había defraudado a mi madre. Me había convertido en todo lo que ella odiaba. En eso, sentí de nuevo un retorcijón muy intenso y las náuseas se apoderaron de mí. Fui al baño y vomité.

Vi salir por mi boca un poco de todo lo que había comido en el día. Aquello me dio asco y me imaginé mi cuerpo lleno de esa sustancia turbia y viscosa. Me prometí a mí misma no volver a comer; mi madre tenía razón y yo debía hacerle caso. Después de todo, por eso se fue, porque yo era desobediente y rebelde, porque no era lo que ella esperaba de mí, porque no era suficiente para que se quedara.

Pero no pude, yo no podía simplemente dejar de comer. Yo necesitaba comer todo el tiempo, necesitaba esconder comida en mi armario, en mis cajones, debajo de la almohada. Mi habitación estaba llena de golosinas, de frituras, de pan y de galletas en los rincones. Y, cada noche, cuando me acostaba y cerraba los ojos, la voz de mamá me recordaba lo que había comido y lo fea que me veía, así que iba al baño, me metía un dedo en la garganta y echaba todo aquello para empezar de nuevo al día siguiente.



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En el texto hay: maltrato, mentiras, bulimia

Editado: 03.03.2020

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