El abismo sigue ahí.
No hay tiempo en este lugar. No hay arriba ni abajo, solo la nada extendiéndose a mi alrededor. Solo él y yo.
Él, que no es él.
Yo, que ya no soy la misma.
—Siempre fuiste una soñadora —su voz rompe el silencio como un eco de otro tiempo.
Me río, pero es un sonido roto. —Y tú siempre fuiste una mentira que quise creer.
Sus ojos se oscurecen. —No fui una mentira.
No lo fue. Eso es lo peor de todo. Lo amé. Lo amé con cada parte de mi ser, con esa intensidad absurda que hace pensar que el mundo solo gira por una persona. Y él… él también me amó. Solo que no lo suficiente.
—¿Por qué sigues aquí? —pregunto, sintiendo la presión en mi pecho.
—Porque aún no me has dejado ir.
Las palabras caen pesadas, como piedras hundiéndose en lo más profundo, cierro los ojos. No quiero escuchar esto. No quiero aceptar lo que significa.
Pero él no me deja escapar.
—Sigues esperándome —susurra, dando un paso hacia mí.
No me muevo.
—Sigues buscando mi reflejo en otras personas.
Mis labios se aprietan.
—Sigues imaginando que algún día volveré.
—¡Cállate! —grito, pero mi voz tiembla.
Él solo me observa. No se burla. No me juzga.
Solo espera.
Mis piernas se sienten débiles. Me dejo caer sobre las rodillas, sintiendo que todo dentro de mí se desmorona.
—No quiero soltarte —admito en un hilo de voz.
Es la verdad. Duele demasiado.
¿Cómo se deja ir a alguien que fue tu hogar?
¿Cómo se arranca del alma a alguien que sigue latiendo en cada rincón de tu cuerpo?
Pero sé que tengo que hacerlo, lo veo frente a mí, y por primera vez, no parece tan tangible. Su silueta se distorsiona.
—No tienes que hacerlo ahora —susurra.
Sus palabras me confunden. Lo miro, buscando respuestas, pero él solo sonríe con esa tristeza infinita en los ojos.
—Déjame cuando estés lista.
El abismo se siente más grande. Mi corazón duele como si se rompiera en pedazos.
No quiero soltarlo.
Pero tampoco puedo quedarme aquí para siempre.
Miro hacia la nada, hacia lo desconocido.
Y sé que el momento está cerca.
Pronto tendré que elegir.