El vacío me envuelve.
No hay agua, no hay viento, no hay suelo bajo mis pies. Solo esta inmensidad oscura que se estira en todas direcciones, como si el mundo hubiera sido arrancado de raíz y dejado en suspensión.
Estoy sola y sin embargo, su ausencia me quema más que su presencia.
—¿Dónde estás?
Mi voz se deshace antes de encontrar un eco, mis manos tantean la nada, pero no hay piel que tocar, no hay calor que encontrar.
Él se ha ido y me duele.
Duele de una forma que no puedo describir. No como una herida abierta, no como un golpe seco. Es un vacío que no tiene fin, un peso que se instala en mi pecho y no me deja respirar. Es la certeza de que, por más que extienda los brazos, nunca más lo alcanzaré.
No porque me haya abandonado.
No porque yo haya querido perderlo.
Sino porque nunca estuvo aquí, porque lo sostuve dentro de mí, aún cuando él ya se había desvanecido.
Mis rodillas tiemblan. Pero no caigo. No hay suelo que me reciba, no hay nada que me sostenga. Estoy atrapada en este limbo que yo misma construí, en esta ilusión que he alargado más de lo que debía.
Mis recuerdos danzan a mi alrededor, como espejos rotos reflejando fragmentos de un amor que ya no existe.
Su risa enredada en mi cabello.
Sus dedos deslizándose por mi muñeca.
Su aliento cálido rozando mis labios.
Cada imagen es un latigazo, cada instante perdido es un cuchillo clavándose más profundo en mi carne.
¿Por qué, amor?
¿Por qué sigo sosteniendo lo que no es real?
Cierro los ojos con fuerza, intentando aferrarme a esos destellos de él, a su sombra, a cualquier cosa que me haga sentir que aún existe, que aún está conmigo. Pero su voz ya no responde. Solo queda el silencio.
El aire me pesa en los pulmones. Mi pecho se encoge.
Este es el momento.
Este es el instante en el que debo decidir.
Aferrarme a los fantasmas de lo que fuimos o abrir las manos y soltarlo.
El dilema me ahoga. Me destroza.
Porque soltarlo significa aceptar que se fue, que ya no volverá, que me he mentido a mí misma todo este tiempo, que lo que amaba no era él.
Era su ausencia.
Mis manos tiemblan, aunque no sostienen nada.
No quiero hacerlo.
No quiero perderlo de nuevo.
Pero, ¿qué es peor?
¿Aferrarme a lo que no existe y morir con ello?
O ¿dejarlo ir y seguir adelante con el peso de su pérdida?
El frío me cala los huesos. El dolor se hace insoportable.
Pero por primera vez… por primera vez en todo este tiempo, decido elegirme a mí.
Con un último suspiro, cierro los ojos.
Y lo dejo ir.
Siento cuando se desprende de mí, cuando la sombra de su presencia se diluye como polvo en el viento. Cuando la carga de su amor se disuelve en mi pecho.
Es un dolor brutal. Es una amputación.
Pero también es el primer aliento que realmente respiro.
Y entonces, caigo.
El agua me recibe con un golpe helado. La oscuridad explota en mil pedazos.
Y mientras me hundo, por primera vez en mucho tiempo, me preocupo por lo que vendrá y que decisiones he de tomar..