Capítulo 9: La Revelación

El mundo se siente frágil.

Como si algo hubiera cambiado en su estructura mientras yo estaba en el vacío, como si mi piel no terminara de encajar en la realidad que ahora me rodea. Estoy sentada en la cama del hospital. El suero sigue en mi brazo, la luz sigue ardiendo en mis ojos, y cada sonido —el murmullo de voces en los pasillos, el eco lejano de pasos, el pitido de las máquinas—se siente demasiado fuerte, demasiado real.

Pero lo único que resuena en mi cabeza es su voz.

No era él.

Lo supe en ese instante, pero no quise aceptarlo.

No eran sus manos las que me tocaron.
No eran sus labios los que pronunciaron mi nombre.
No era su presencia la que me envolvía en esa penumbra.

Era solo un reflejo.

Un eco de lo que una vez fuimos, distorsionado por la soledad y la nostalgia.

Mi pecho se contrae con un dolor áspero.

Durante tanto tiempo creí que el amor que compartimos era inquebrantable, que era más fuerte que el tiempo, que la distancia, que el propio destino. Me aferré a su recuerdo como un náufrago a un pedazo de madera en medio del océano, convencida de que sin él, no había orilla, no había salvación.

Pero ahí, en ese abismo donde creí verlo de nuevo, entendí la verdad.

Él nunca estuvo ahí.

Nunca lo estuvo.

Solo fui yo.

Mi mente, mi corazón, mi desesperación vistiéndolo con la forma de lo que una vez fue. Con la forma de lo que no quería soltar.

El reflejo que amé en la oscuridad…
El reflejo que me sostuvo mientras caía…
Era solo una sombra de mí misma.

Una parte de mí que se negaba a aceptar que ya no estaba.

Que me aferraba al amor hasta el punto de convertirlo en una prisión.

El aire se siente pesado en mis pulmones. Me dejo caer contra las almohadas, cerrando los ojos con fuerza.

¿Cómo se deja ir a alguien que nunca se fue del todo?

Las lágrimas amenazan con escapar, pero no lo hacen. No ahora.

Porque por primera vez, me enfrento a la verdad.

Él no fue quien me salvó.
Él no fue quien me detuvo.
Él no fue quien me hizo elegir vivir.

Fui yo.

Siempre fui yo.