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La Porroneta
Anaelia
—Vale, ahora viene el problema —murmuré, mirando el extraño grupo que conformábamos, plantados en la acera casi en fila—. ¿Cómo nos repartimos para entrar en los coches? Los disfraces son demasiado... —observé a Curro, que hacía por tres personas, y a Kenrick, con el colchón a cuestas. No encontraba el término correcto— voluminosos.
—Desde luego, tú entras en la guantera del coche —me recriminó Ma, mirándome con recelo de arriba abajo.
Suerte que para salir a la calle me había cubierto con un abrigo, uno rosa bebé, elegante y largo que me había hecho mi Manoli. Si tapada no era de su agrado, con la poquita tela que me había puesto... Pero es que yo intuía, y mi intuición nunca fallaba, que un disfraz aparatoso me incordiaría.
—Soy de ir cómoda —me defendí.
—Anaelia, di que te vistes como te da la gana, pero no nos hagas creer que es por comodidad. Ese tanga tiene que cortarte hasta el colesterol —opinó Angelines.
—Yo no le veo el problema —intervino Jony, normalizando la situación. Tonto que era el vaquero.
—Ni yo —dijo Cayetano.
—Yo tampocou —añadió el Pulga.
—Lo que vais a ver es la puerta de urgencias desde bien cerca —advirtió Hulk.
Puse los ojos en blanco, cansada del numerito por mi ropa. Irritada, pregunté:
—¿Nos repartimos de una vez o qué? Hay que saber cuántos coches necesitamos.
Angelines dio dos palmadas en el aire, lo que confirmó que ya estaba en modo Marie Kondo y dispuesta a organizar. Esta era capaz de plegarnos como a sábanas bajeras con tal de meternos a todos en un solo coche.
—Yo llevaré el Maserati. Como es estrechito, ahí cabemos, por ejemplo... —nos contó con el dedo mientras pensaba—, atrás, Anaelia, Alejandro y Patrick, que llevan los disfraces menos aparatosos.
—Una cosa es ser poco aparatoso y otra, invisible —me atacó de nuevo Ma, con miradita de señora indignada incluida.
La ignoré.
Angelines siguió distribuyendo, obviando los comentarios de fondo:
—Ma, de copiloto, que las patas de la cucaracha no entran en cualquier lado, y yo conduciendo. Tendrás que sostener las de la izquierda para no clavármelas en el ojo, que ya sabes que los tengo delicados.
Angelines se toqueteó dos veces el párpado y Ma se lanzó con una pata peluda a su cara para tocarle las narices en plan incordio. Puse los ojos en blanco al ver que se despistaba de la organización. Al final llegaríamos tarde.
—Yo poder coger en brazos a alguien. Amigou alemán, for example —se ofreció amablemente el Linterna.
—Otro que va a dormir hoy arropadito en urgencias —comentó Angelines mirando a Hulk, ambos unidos en su desdicha.
—En mi coche pueden ir Kenrick, Jony, Xurdana, Cayetano y el Linterna —propuso Ma.
—Imposible. ¿Dónde metemos a tu marido con ese pedazo de colchón? Podríamos ponerlo en la baca, pero como nos pare la policía... —comentó Angelines, y se arrepintió de su comentario cuando Kenrick la miró mal—. Y ya ni hablar de Curro.
Me imaginé a nuestro militar bocabajo, chupando la chapa del vehículo y agarrándose con fuerza a los laterales cuando tomásemos una curva de manera delicada.
—Pueden ir en mi moto —apuntó Jony—. Mira, es buena idea. Cayetano y Kenrick, que son los que más ocupan, en la moto.
—Irán incomodísimos en esa moto de carretera. Puedo dejaros mi Muti.
El Pulga levantó una pequeña manita.
—Creo que no haber hablado nadie de mí.
Pues creía perfectamente, porque nos habíamos olvidado de él.
—Hay que ir pensándose lo de comprarnos un minibús —soltó Alejandro.
—¡El de los Pitufos! —Di palmaditas mientras saltaba, emocionada. Mi hombre armario se acercó y me besó en la cabeza mientras negaba divertido, ya casi acostumbrado a mi efusividad infantil, totalmente contraria a su seriedad adulta.
—Eh... Nos desviamos del tema. ¿Y si nos vamos en mi nueva adquisición? Así solo cogemos un coche —habló Xurdana por primera vez desde que habíamos salido.
Todos la miramos de forma interrogante y ella señaló al otro lado de la calle. Aprecié que, por lo que se veía, había cogido la costumbre de Ma y tenía la mano alzada desde hacía un rato para pedir su turno, porque se sujetaba el codo con la otra.
—¿Qué es eso? —preguntó Patrick, contemplando el objeto en cuestión. Uno grande, destartalado y con ruedas.
—Una furgoneta —le respondió la vasca con un tono que rozaba la obviedad.
—Yellow —dijo el Pulga—. Qué bonito.
—Sí, yellow tirando para meado de viejo —opinó por lo bajo Ma. Angelines y yo la regañamos con la mirada.
—¿Dónde has robado eso? Menudo trasto —espetó, cómo no, Cayetano.
—En el mismo sitio que tú esa nariz de pelícano.
—No es de pelícano.
—No les eches cuenta. Es muy... bonita —mentí parcialmente. Le faltaba intensidad al amarillo, pasta para rellenar esa cantidad de golpes que tenía por todos lados y puede que ganas de vivir. Podría tener, aproximadamente..., no sé, ¿cuarenta y siete años?
—Es muy... vintage —dijo Patrick sin venir a cuento, conteniendo una carcajada monumental.
Angelines se volvió y nos dio la espalda, supe que aguantando la risa, porque los ojos empezaron a llorarle antes de girarse con Ma, que también hacía pequeños aspavientos con los hombros y ponía morritos y caritas extrañas.
—Yo no me monto ahí —adjudicó Cayetano—. Aparte de poder coger cualquier enfermedad, como el tétanos, eso nos deja tirados nada más arranque.
—Pues suerte en tu moto —le contestó una indignada Xurdana.
—¿Por qué yo no la había visto? —le pregunté.
De verdad, a veces parecía que no vivíamos juntas. Xurdana era un alma libre que iba y venía, entraba y salía sin explicaciones. Que tampoco tenía por qué darlas, pero si se compraba un coche nuevo, yo qué sé..., qué mínimo que contármelo.