Lo que me queda de ti

El principio

La tarde se pierde en el horizonte con una mezcla de colores que dan paso a la noche. A través de mi ventana observo a las primeras estrellas titilar tímidas en un cielo azul violáceo. La melancolía me hace su presa una vez más. Es un domingo como cualquier otro, silencioso y solitario. Lo único que lo hace diferente es la fecha: hoy se cumplen trece años.

Trece años que pasaron de forma rápida y, a la vez, lenta; trece años que trajeron toda clase de cambios a mi vida, pero que no lograron modificar lo básico, la esencia de mi alma: ella. Trece años en los que su recuerdo aún permanece fresco, vívido, ardiente; en los que su ausencia aún duele tanto como el mismo día que la vi partir.

Una lágrima se derrama solitaria por mi mejilla y sigue el camino de muchas otras que la precedieron, un camino para purgar el dolor de mi alma. El sonido de llaves me devuelve al momento. Cierro el cuaderno y me limpio los ojos, no quiero que me vea así.

—¿Papi? ¿Estás bien? —Me conoce demasiado, no puedo ocultarle mi tristeza. Asiento con rapidez.

—¿Qué tal te fue con Paty? —pregunto para que cambiemos de tema. Ella dibuja una sonrisa en sus labios, camina hasta la silla vacía frente a mi escritorio y se sienta. Su mirada es dulce y, aunque sé que se ha percatado de mi estado, evita el tema y me cuenta sus cosas.

—Conocí a un chico —afirma y, al decirlo, sus ojos brillan con emoción.

Sonrío. La frescura de su alma es mi alimento diario.

—Así que un chico, ¿eh? —pregunto. Ella sonríe y asiente—. Cuéntame más.

—Yo te cuento, pero tú también lo haces —dice y me señala con su dedo índice como si quisiera amenazarme, yo sonrío—. Vine temprano porque prometiste que hoy me empezarías a contarme qué es lo que tanto escribes en ese cuaderno. —Llevo esquivando su curiosidad por más de dos semanas, pero esta mañana me encontró más triste que de costumbre. Entonces, con la idea de que me dejara solo para poder hundirme en mi melancolía, la insté a que saliera a pasar el día con su mejor amiga. Claro que eso solo lo logré con la promesa de que, a su vuelta, le contaría toda mi historia. Según Taís, ya tiene edad para saber más de mi vida.

Ella es una muchachita inteligente y alegre. Es el oxígeno que yo respiro, no sé qué hubiese sido de mi vida sin ella. Pero insiste en saber el porqué de mi soledad y no parará hasta conseguir que se lo cuente. He pensado mucho en ello, en si es conveniente compartir mi dolor con alguien más. Quizá, sacar aquello que está incrustado en lo profundo de mi ser y que ha echado raíces tan grandes que crecieron alrededor de mi corazón agobiándolo por completo, pudiera resultar beneficioso. Además, no tiene nada de malo hablarlo con ella, es en quien más confío y ya tiene la edad suficiente como para entender; mi historia podría ayudarla a no cometer los mismos errores.

—Bien, cumpliré con mi promesa —afirmo con una sonrisa, quizá sea la primera del día, pero verla siempre me hace sentir mejor, se parece en tantas cosas a ella. Puede cambiar mi estado de ánimo en segundos.

—Bien. Para hacerte más sencillo el inicio, empezaré yo —dice y sus ojos adquieren un brillo especial—. Este chico es un compañero de Paty. Se llama Rodrigo, y nada, es muy lindo… y dulce. Nos conocimos hoy, así que no hay mucho que contar. ¡Ahora es tu turno! —exclama con emoción.

—Me siento en desventaja, eso es trampa. —Sonrío y luego miro el cuaderno que se ha convertido en mi compañero en los últimos meses. Acaricio su portada y suspiro. Quizá leérselo será más fácil que solo contárselo—. Te lo iré leyendo, ¿te parece? Esto es como… el capítulo más difícil de mi vida.

—¿Y lo escribes en ese cuaderno como si fuera una novela? —pregunta y enarca las cejas con curiosidad y sorpresa.

—Lo hago como terapia —respondo, observo de nuevo a la ventana, los colores de la tarde ya se han ido y solo queda la noche—. Ella decía que escribir era bueno, que era su manera de enfrentar las cosas. Yo nunca lo intenté, hasta... hace poco. Lo hago porque quisiera que esta historia dejara de doler de una vez, necesito soltarla.

—¿Quién es ella? —quiere saber Taís, su rostro muestra sorpresa. Luego, achina un ojo con picardía. Me gusta su forma de ser, es expresiva y espontánea.

—Carolina… —Pronunciar su nombre en voz alta luego de tantos años despierta el pequeño aleteo de las mariposas que vivieron en mi estómago en aquella época y que, ahora, duermen hechizadas por su partida.

—Te escucho entonces —agrega Taís y cruza sus piernas sobre la silla. Se recuesta por el respaldo para buscar la comodidad necesaria para oír una larga historia.

Abro el cuaderno en la primera página, bajo la vista y suspiro. Me da miedo compartir mi historia, siento temor a ser juzgado al compartir aquello que tanto me ha marcado. Levanto la vista de nuevo y la observo, ella sonríe fresca y asiente para darme ánimos. Entonces tomo aire, coraje y empiezo la lectura de mi propia vida:

 

Era solo un chico, uno lleno de vida, de ganas de experimentar, de vivir, de amar. Tenía diecinueve años y cursaba mi segundo año en la universidad. Era el primer día de clases, llegaba ansioso por encontrarme de nuevo con mis amigos, tenía ganas de aprender un poco más sobre la profesión que tanto me apasionaba: Derecho.

Al entrar al edificio, me encontré con Juanpi, mi mejor amigo. Nos saludamos con un abrazo, llevábamos meses sin vernos pues él había ido a otra ciudad a pasar las vacaciones.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó al verme.

Le comenté sobre mis días de verano, sobre las fiestas en la playa, sobre Laura —una chica a la que había conocido en una de esas fiestas y con la que tenía «algo» aún difícil de definir—. Juanpi me habló de su verano, del encuentro con su familia, del viaje que hicieron y de los lugares que conocieron.

Aún era temprano para las clases, así que nos dirigimos hacia el comedor de la universidad, un buen desayuno antes de empezar era una costumbre para nosotros. Nos servimos y caminamos hasta la mesa habitual.




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