Lo que me queda de ti

Conociéndote

Hoy fue un día tranquilo, raro para ser lunes. La oficina estuvo casi sin movimiento, lo que me permitió llegar temprano a casa. Me di un baño, escribí un poco y ahora preparo la cena para Taís y para mí. Son cerca de las nueve y ella no tardará en llegar de sus clases de danza.

—¡Hola, familia! —anuncia, tan alegre como siempre.

No sé qué sería de mi vida sin ella y sin su alegría de vivir. Creo que hay dos tipos de personas en este mundo: las que se ahogan en los problemas y las que nadan a través de ellos. Supongo que yo pertenezco a la primera y ella a la segunda.

—¡Hola! ¡Estoy preparándote una cena deliciosa! —grito para que me oiga desde la entrada y venga junto a mí.

Segundos más tarde, la veo en el umbral de la puerta de la cocina. Sus cabellos recogidos, su bolso colgado al hombro y su uniforme de la academia de danzas.

—Estoy muerta de cansancio, pero no sabes lo que pasó —dice con entusiasmo—. En tres meses vendrán los del Ballet Nacional a hacer audiciones en la Academia y la directora me dijo que podía presentarme. ¿Sabes lo que es eso, papi? ¡Mis sueños de ser una bailarina profesional podrían estar más cerca de lo que pensaba!

—Me agrada eso, pequeña, pero quiero que te cuides. Nada de dejar de comer ni tampoco de descuidar la escuela, ya falta muy poco. —Taís va a clases de danza desde los tres años, es su pasión y su sueño, una de las cosas que la mantuvo firme cuando su mundo se tambaleó. Pero el ambiente de la danza es duro, ensaya hasta quedar sin aliento y el entorno es muy exigente con la cuestión de la alimentación. Ella tiene varias compañeras con problemas alimenticios y yo no quiero que ella pase por eso. No, otra vez no. Lo hablamos desde que era muy pequeña; por suerte, su contextura física le ayuda: es chiquita y delgada, justo como su madre.

—Lo sé, lo sé. No te preocupes por eso. ¡Pero estar en un ballet es lo que siempre quise! —exclama con emoción entre saltitos de entusiasmo.

—Lo sé, y estoy seguro de que lo lograrás. Me encantará estar allí en primera fila viéndote danzar y ser feliz —digo con cariño.

Ella me regala una sonrisa tierna y, luego de dejar su bolso botado en el suelo —como siempre—, se sienta en su sitio de siempre frente a nuestra pequeña mesa redonda. Sirvo la cena para ambos y comemos mientras conversamos un poco más acerca de nuestros días.

—Lavo los cubiertos, me baño y te veo en el estudio para que sigamos con el capítulo del día, papi —dice cuando acabamos.

—Pensé que ya lo habías olvidado —suspiro.

Es mentira, sabía que no se le olvidaría, pero tenía la esperanza de que el cansancio le ganara. Aún me cuesta abrir mi mundo.

—¡Nunca! Estoy súper intrigada con aquella historia y quiero saber quién es esa mujer —exclama.

Me gustaría responderle que yo también quisiera saberlo, pero prefiero callar.

Un rato después, ella se acomoda, con sus piernas cruzadas sobre el asiento en lo que ella llama «posición mariposita» —pues con ese nombre enseñan a las niñas pequeñas en el ballet a sentarse así—. Yo también estoy en mi sitio, con el cuaderno en mis manos, abierto en el capítulo de hoy, mientras intento tomar coraje para adentrarme en las páginas de mi vida pasada.

—Te escucho con atención —dice Taís para alentarme y sonríe.

 

El sábado estuve allí desde las cinco y media, esperándola ansioso. Algo en esa chica hacía que mi interior vibrara, que mi corazón despertara de una forma que nunca antes había experimentado. Ella me atraía y, desde el inicio, supe que Carolina sería especial en mi vida, de esa clase de chicas que dejan huellas a su paso. Lo que entonces no sabía era que ella terminaría siendo mi todo y que, cuando la perdiera, solo me quedaría la nada.

Ella llegó a un cuarto para las seis. Sonrió al verme recostado contra la pared de la Biblioteca. Iba con un vestido corto de color azul, medias negras largas y botas del mismo color. Llevaba el pelo suelto y desaliñado, un bolso pequeño y un par de libros bajo sus brazos. Sus labios estaban pintados en un rosa tenue y en su mano libre traía una botella de agua.

—¿Llevas mucho esperando? —preguntó al verme.

—No, solo unos minutos.

—Bien… entremos entonces —dijo sin siquiera saludarme con un beso en la mejilla.

En la biblioteca no pudimos hablar mucho, eso me ponía nervioso. Cada vez que intercambiábamos palabras, alguien nos miraba con mala cara para que hiciéramos silencio. La biblioteca no es un buen lugar para tener citas.

No sabría decir qué es lo que ella hacía en realidad, iba a uno de los estantes, sacaba unos libros y los traía a la mesa; los abría y buscaba algo en ellos; tomaba apuntes y luego los cerraba y los llevaba de nuevo a su lugar. Repetía el proceso una y otra vez. Yo, mientras, estaba fascinado con la gracilidad de sus movimientos, con la belleza de su cuerpo y de su rostro, con la armonía de sus facciones que cambiaban de una a otra mientras hojeaba los ejemplares. Algo la tenía emocionada, motivada, embebida en todo lo que hacía. Por un instante deseé ser ese algo y que me mirara de la misma manera en la que observaba a esos libros, con tanta emoción y entusiasmo.

Entre susurros escuetos, no decía mucho más que lo que le parecían aquellos libros. «En este encontré mucho, en este no encontré casi nada». Solo hacía esa clase de comentarios, así que me encontré preguntándome si aceptaría ir a tomar un café después de este «encuentro de lectura», como ella lo había denominado, aunque yo no estuviera leyendo ningún libro.

Cuando por fin dio por terminada la búsqueda de no sé qué, nos decidimos a salir de la biblioteca. Una vez afuera, y antes de que se despidiera, me animé a invitarla, con mucho miedo al rechazo. Ya desde ese entonces podía presentir que ella era como una cajita de sorpresas, nunca se sabía cómo terminaría actuando, pero eso a su vez me atraía y me atrapaba.




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