Estaba en el sofá.
Ese viejo sofá gris que compartimos tantas veces. El mismo donde me quedé dormida sobre tu pecho la primera vez que te conté un pedazo de mi infancia.
Ahora estoy aquí sola, con las piernas enredadas en una manta que huele a lavanda… y a ti.
Miro al techo, como si ahí pudiera encontrar respuestas.
Pero solo está la lámpara que titila y el eco de mis pensamientos dándome vueltas.
Siempre pensé que el amor era como una casa.
Uno pone los cimientos, levanta paredes de confianza, abre ventanas con besos y decoraciones de promesas.
Pero nadie te dice que también puedes ser tú quien prenda fuego a esa casa desde dentro.
Y yo lo hice.
Sin querer. Pero lo hice.
Cuatro errores.
Solo cuatro.
Y bastaron para que me perdieras la fe.
El primero fue mentirte.
Pequeño, sí. Inofensivo.
Un “no estoy bien” disfrazado de “solo estoy cansada”.
Una forma torpe de protegerme, cuando tú solo querías entrar.
—No tienes que cargarlo todo sola —me dijiste esa noche. Tu voz suave, tus manos buscando las mías.
Y yo asentí, como si creyera en mis propias palabras. Como si no tuviera miedo.
Mentí porque tenía miedo.
Miedo de que si me veías rota, te fueras.
Y aunque nunca dijiste que te asustaban las grietas… yo no supe confiar.
El segundo fue cerrarme.
Tocaste puertas que nadie antes había intentado abrir.
Tu forma de mirarme a veces me hacía sentir desnuda… de alma.
Y eso me aterraba.
—¿Por qué te escondes tanto? —me preguntaste una tarde.
Y te di un beso en vez de una respuesta. Porque no sabía decir que tenía miedo de ser un fracaso en tu vida.
El tercero fue dudar.
Dudar de ti. De tu amor.
Te comparé con fantasmas que no eran tuyos.
Pensé que eras demasiado bueno para ser cierto. Y en vez de dejarme amar, construí distancia.
—No soy él, Elia. No soy tus heridas —me dijiste cuando notaste que empezaba a levantar muros.
Pero no supe derribarlos.
Nunca aprendí a dejar entrar a alguien que no viniera con cuchillos.
Y el cuarto…
Ese me duele escribirlo.
Aún siento vergüenza cuando lo pienso.
Fue una noche tonta. Estaba cansada, vulnerable, irritable. Tú solo intentabas entenderme…
Y yo exploté.
Te dije algo cruel.
Algo que ni siquiera sentía.
—No sé si te amo tanto como crees —solté como una granada.
Tu cara cambió. Como si te hubieran arrancado algo de golpe.
No dijiste nada. Solo te fuiste al cuarto.
Dormimos en la misma cama, pero con un océano entre los cuerpos.
Ahora vuelvo a mirar al techo.
Y me pregunto si tú también haces estas listas.
Si en tus noches vacías nombras mis errores en voz baja, como si doliera menos al contarlos.
Pero, ¿sabes?
Aunque fallé, aunque lo arruiné sin querer, nunca fue porque no te amaba.
Siempre fue por miedo.
Y me doy cuenta, tarde, de que ese miedo no era a ti.
Era a mí.
A perderte.
A no ser suficiente.
A fallar… y confirmarlo.
Te perdí igual.
Y ahora, mientras las lágrimas me mojan la mejilla, me quedo con esta única verdad:
te amé.
Con todo lo bueno que tuve.
Con todo lo roto también.