Lo que me quedó de ti

Capítulo 3 – La primera vez que lo amé

Era un día gris de otoño, de esos en que el aire trae consigo un leve aroma a lluvia y las hojas secas crujen bajo los pasos apresurados. El campus estaba casi vacío, la mayoría refugiada en sus clases o en cafés cálidos para escapar del frío.

Entré a la cafetería habitual con la mochila cargada de libros y un alma un poco cansada, pero dispuesta a no rendirse.
Me senté en la mesa junto a la ventana, donde la luz entraba tenue y dorada, y abrí un libro de Sartre, intentando concentrarme en palabras que parecían más abstractas que nunca.

El café era más amargo que de costumbre y el croissant, frío, casi seco, pero esa era mi excusa perfecta para no moverme y enfrentar el examen que me esperaba.
Justo en ese momento, una voz interrumpió mis pensamientos.

—Parece que estás peleando con Sartre —dijo él, con una sonrisa fácil, un poco tímida.

Le levanté la vista y encontré unos ojos que no tenían prisa, que parecían encontrar belleza en las cosas pequeñas.
Me sorprendió la naturalidad con que se acercó y, sin esperar invitación, se sentó frente a mí.

—No me está ganando —respondí, intentando ocultar que me sentía perdida entre ideas y dudas—. Pero él tiene la ventaja.

—¿Quién gana, entonces? ¿La existencia o el café frío? —preguntó, haciendo una broma ligera, como si eso pudiera hacer que el mundo fuera menos serio.

Reí sin poder evitarlo.
No esa risa forzada, sino la que se escapa del pecho, que limpia el alma y hace que el corazón se sienta menos solo.

Fue entonces cuando supe que algo cambiaba dentro de mí.
No era un amor estruendoso ni apabullante. Era una calma profunda, un refugio inesperado.

Nos quedamos hablando, perdidos en conversaciones triviales que se sentían infinitamente importantes.
Hablamos de películas malas, de libros que nunca terminamos, de los sueños que parecen imposibles y de la vida que, a veces, pesa demasiado.

Me confesó que odiaba las matemáticas y que creía que los finales felices eran un invento para las películas.
—Pero, ¿y si hay uno que valga la pena? —pregunté, con el corazón acelerado.
—Entonces no será un final —me respondió, mirándome a los ojos—. Será solo el principio.

En ese momento, no sabía que esas palabras serían una promesa silenciosa que cargaría conmigo para siempre.

Esa tarde no hubo besos ni promesas, solo la sensación de que podía confiar.
Por primera vez, alguien parecía querer quedarse en mi mundo, con sus sombras y luces.

Me sentí vulnerable y segura a la vez.
Como si en su presencia, mis heridas no fueran lastres, sino historias que valía la pena contar.

Y aunque no lo supe hasta mucho después, ese fue el instante en que lo amé por primera vez.
Sin ruidos, sin gestos grandilocuentes. Solo con una risa y un café amargo.



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En el texto hay: pareja, amor, rutinas

Editado: 21.05.2025

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