La mañana después de esa lluvia persistente fue fría, como si el invierno quisiera recordarme que las heridas no cicatrizan rápido.
Me desperté con el sabor amargo de las dudas aún pegadas a mis labios y con la incertidumbre pesada en el pecho, como una losa que no me dejaba respirar.
Me quedé mirando el techo, preguntándome cómo dos personas que prometieron construir algo juntos podían sentirse tan lejanas en tan poco tiempo.
Recordé su mirada, llena de preguntas que no supe contestar.
Sentí el nudo en mi garganta que aparece cuando las palabras importantes se quedan atrapadas, cuando el miedo gana la batalla a la valentía.
Sabía que no podía seguir escondiéndome tras silencios y excusas.
Esa mañana decidí que tenía que hablar, que debía soltar lo que me pesaba, aunque temiera el resultado.
Cuando lo vi, su mirada tenía ese brillo intenso que había aprendido a reconocer: mezcla de esperanza y cansancio.
Nos sentamos en el café donde habíamos comenzado todo, el mismo que sabía a croissant frío y conversaciones eternas.
—No podemos seguir así —le dije, tomando aire, tratando de que mi voz no se quebrara—. Este silencio nos está matando poco a poco.
Él asintió, sus ojos se humedecieron, y por un momento, el tiempo pareció detenerse.
—Tengo miedo —confesó—. Miedo de perderte, de no ser suficiente, de que esta historia se nos escape de las manos.
Sentí que mi pecho se apretaba aún más, pero también que había algo en su sinceridad que me hacía querer luchar.
—Yo también tengo miedo —respondí—, pero prefiero enfrentar ese miedo contigo, que vivirlo sola.
Las palabras empezaron a fluir, como un río que llevaba años represado.
Hablamos de nuestros errores, de nuestras inseguridades, de los fantasmas que cada uno cargaba y que sin querer, dañaban lo que teníamos.
Esa conversación fue como abrir una ventana después de un largo invierno.
Sentí que el aire fresco entraba y con él, la posibilidad de empezar de nuevo.
No todo estaba perdido, aunque sabíamos que el camino sería difícil y lleno de sombras.
Durante días, intentamos reconstruirnos en pequeños gestos: un mensaje al amanecer, una caricia inesperada, un abrazo que duraba más que un instante.
Cada detalle era un ladrillo para ese castillo frágil que tratábamos de edificar entre los escombros del miedo.
Pero el pasado seguía ahí, latente, recordándonos que amar también duele, que no basta con querer si no aprendemos a sanar.
Recuerdo una noche, mientras él me abrazaba en la oscuridad, cuando le dije:
—No sé si esto funcionará, pero sé que no quiero rendirme sin intentarlo.
Él me miró con esa mezcla de ternura y firmeza que tanto amaba, y susurró:
—Entonces pelearemos juntos, sin importar lo que venga.
Fue en ese momento que entendí que el amor verdadero no es perfecto, pero sí es valiente.
Que el dolor no es el enemigo, sino el maestro que nos obliga a crecer.
Y aunque el futuro era incierto, por primera vez sentí que no estaba sola para enfrentarlo.