El despertador sonó a las 7:00 a.m., como siempre.
Pero esa mañana no fue como siempre.
Me quedé en la cama, mirando el techo, sintiendo ese extraño vacío que aparece cuando todo en teoría está bien, pero por dentro algo no hace clic.
Él dormía a mi lado. Su respiración era tranquila, como si todo estuviera en su sitio.
Y yo, ahí, sintiéndome un poco culpable por no estar tan convencida de lo que habíamos decidido.
¿Amor sin certeza sigue siendo amor?
¿O es solo una forma educada de no abandonar?
Me levanté en silencio, preparé café y me senté en la mesa como una rutina automática. Pensaba en Lucas, no con nostalgia, sino con incomodidad.
No por él.
Por lo que su presencia había removido en mí.
Me había sentido liviana con él.
Y eso me perturbaba.
Porque el amor real, el que tenía con él —mi pareja, mi casi hogar— me pesaba más de lo que debería.
—¿Dormiste bien? —preguntó él, apareciendo en la cocina con el cabello revuelto y los ojos aún medio cerrados.
—Sí… tú también, ¿no?
—Sí, aunque soñé que nos mudábamos a una cabaña en el bosque y teníamos dos perros —rió—. Tú odiabas el frío y yo cocinaba sopa todo el tiempo.
Sonreí. Porque en su sueño, aún estábamos juntos. Aún soñábamos cosas compartidas.
—¿Y te gustaba eso? —pregunté.
—¿La sopa o vivir contigo en el bosque?
—Ambas —dije, intentando sonar ligera.
—La sopa no tanto, pero tú… siempre tú.
No supe qué decir. Me quedé en silencio y él lo notó.
Me miró con esa expresión que mezcla ternura y sospecha.
—¿Estás bien, Elia?
Mentirle no me gustaba. Pero la verdad todavía no tenía forma, ni palabras.
Era más un eco. Una fisura.
—Estoy cansada, nada más. La reunión de anoche me dejó un poco saturada.
—¿Volviste a ver a gente de la universidad?
—Sí. A varios. Incluso a Lucas, ¿te acuerdas de él?
Su cuerpo se tensó apenas un poco.
No de celos. Lo conozco. Fue de esos reflejos humanos que nadie controla.
—¿Y qué tal?
—Bien. Tiene un café ahora. Está divorciado.
Asintió y no dijo más.
Volvió a su taza. A su rutina.
Y yo me quedé allí, en esa conversación inofensiva que ocultaba un mar de cosas que no sabíamos cómo abordar.
Ese día no hablamos mucho.
Hicimos cosas normales: supermercado, comida rápida, una película que ninguno terminó de ver.
Pero el silencio… ese sí lo escuchamos.
Y por primera vez desde que intentábamos recomponernos, supe que él también lo sentía.
Porque cuando me abrazó antes de dormir, no fue un abrazo de amor desesperado.
Fue uno de cuidado. De espera.
Como si supiera que algo en mí estaba rompiéndose… pero aún no quería decirlo.