"A veces el juego comienza cuando uno cree tener el control. Pero el destino siempre guarda una carta oculta."
Londres siempre había sido una ciudad veloz, como él. Jaime Serrano caminaba con paso firme por los pasillos de la universidad de Derecho, su saco cruzado al hombro, una sonrisa torcida dibujada en los labios y esa mirada de seguridad que arrastraba miradas ajenas sin mucho esfuerzo.
—Ahí va el heredero del bufete Serrano & Associates —comentó uno de los chicos, apenas Jaime pasó.
Era el centro de atención sin buscarlo. Sabía jugar sus cartas: carismático, inteligente, con un futuro prometedor y una vida plagada de excesos perfectamente maquillados por trajes italianos y copas de vino tinto.
—Hoy brindamos, señores. Último cuatrimestre de la universidad y los contratos ya firmados con los mejores estudios de Londres. ¿Qué más se puede pedir? —dijo, alzando su vaso en una ronda improvisada en un bar cercano.
—Una buena conquista para cerrar la carrera con broche de oro —bromeó Alex, su mejor amigo.
—¿Quién? ¿Otra modelo internacional? ¿La hija del senador? —respondió Jaime con ironía.
—No, no —intervino Leo—. Esta vez queremos ver si el señor encantador es capaz de conquistar a la más difícil de todas.
—¿Quién? —preguntó Jaime, intrigado.
—Emilia Clar.
Jaime frunció el ceño. El nombre no le sonaba, o no del todo.
—¿La del aula de administración de empresas? ¿La chica callada que siempre lleva un termo y un cuaderno lleno de anotaciones?
—Esa misma. Nunca se la ha visto con un chico. Y dicen que no se deja querer por nadie. Una santa.
—¿Y cuál es el desafío? —Jaime arqueó una ceja, divertido.
—Tienes cuatro meses para hacer que se enamore de vos —dijo Leo—. Si lo lográs, la cena de graduación corre por cuenta nuestra. Si no... pagás vos.
Jaime sonrió. Lo tomó como un trato. Como otro contrato más que sellar.
—Aceptado. Tienen a un abogado con hambre de victoria.
Lo que Jaime no sabía, era que esa apuesta estaba por cambiarle la vida...
Emilia Clar vivía en una zona alejada del centro. Todas las mañanas salía con su mochila, su termo de té verde, un cuaderno repleto de anotaciones y una carpeta con papeles de la pequeña empresa de pinceles que manejaba junto a sus padres.
Era de esas chicas que no sobresalen a primera vista, pero que cuando uno las conoce, cuesta olvidarlas. De mirada suave, voz baja y una amabilidad que no parecía de esta época.
Mientras sus compañeras soñaban con trabajar en corporaciones, Emilia soñaba con renovar la fábrica familiar, llevar sus productos al exterior, dignificar el trabajo de su padre que pasaba horas entre pinturas, barnices y maquinaria.
—¿No querés tomarte un año sabático como todos? —le preguntó su amiga Clara una tarde.
—No. Yo no vine a la universidad a perder el tiempo. Cada materia es una herramienta. Cada clase es un paso más para sacar adelante lo nuestro.
Nunca había tenido una relación. No porque no lo deseara, sino porque no sabía cómo abrirse en un mundo donde todos parecían apurados por tomar sin dar. Y ella no quería eso. No quería algo fugaz, sino algo que realmente valiera la pena.
Aquella mañana, caminando por el patio principal de la facultad, Emilia sintió una presencia a su lado. Levantó la vista y lo vio.
—¿Emilia, no? —La voz de Jaime era firme pero amable. Sus ojos verdes brillaban con una intención que ella no supo leer de inmediato.
Ella solo asintió, sorprendida de que alguien como él supiera su nombre.
—Soy Jaime Serrano. Te he visto en clase de Economía Comparada. Me preguntaba si podrías ayudarme con unos apuntes —dijo con su sonrisa encantadora.
Ella dudó por un momento, pero asintió sin saber que esa conversación era el comienzo de algo mucho más complejo que una simple ayuda académica.