La luz blanca del postoperatorio le quemaba los ojos. Cada respiración era un martillazo: el abdomen ardía tras la cesárea y la abdominoplastia, tirante y sensible, y el pecho vibraba con cada latido tras la reafirmación mamaria. Se sentía vulnerable, frágil, atrapada en su propio cuerpo.
—Emily… tranquila… respira —susurró su madre, Margaret, sosteniéndole la mano con firmeza.
—¿Los bebés… están bien? —preguntó Emily, con la voz rota y temblorosa—. Quiero verlos… y mi móvil…
Margaret se lo entregó. La pantalla mostraba una avalancha de mensajes de Logan. La primera reacción fue un nudo en el estómago; cada notificación un recordatorio de su distancia, su enojo, su dolor. Leyó uno tras otro hasta que apareció el último, que le atravesó el corazón:
> “Nunca voy a perdonarte. Lo juro.”
Emily cerró los ojos, conteniendo un sollozo. El dolor físico se mezclaba con la culpa y la desesperación. Afuera, los llantos de Grace y Ethan se filtraban a través de las paredes, pequeños y frágiles, recordándole la razón por la que había soportado todo esto.
Soñaba con Logan llamándola, imaginando sus labios, la calidez de sus brazos. Entre punzadas de dolor, entre la agonía y la ternura, se aferró a la idea de que sus hijos estaban a salvo. Margaret acariciaba su frente, murmurando palabras que no podían calmar del todo su tormento.
Emily suspiró, exhausta, sosteniendo el móvil con fuerza. Por un instante, todo lo demás desapareció: solo los llantos de los bebés, la presencia invisible de Logan y la certeza de que nada volvería a ser igual.
En ese momento, comprendió que la perfección tenía un precio. Y que su vida, tal como la conocía, había cambiado para siempre.
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Editado: 11.09.2025