La sala estaba llena, pero en silencio. Todos miraban hacia el escenario donde Alan se encontraba de pie, ajustando el micrófono. La libreta que siempre llevaba con él descansaba sobre el atril, ligeramente doblada por el tiempo. Era de Elías. Suya en vida, suya para siempre.
—Buenas tardes —dijo Alan, con una voz suave, pero firme—. Me alegra mucho estar aquí. Y también me emociona, porque hablar de lo que viví no es fácil, pero es necesario. Hoy no vengo solo como médico. Vengo como alguien que amó profundamente. Vengo como el chico que alguna vez sostuvo la mano de la persona que más quiso, mientras la vida se le escapaba poco a poco.
Algunas cabezas se inclinaron. Un murmullo leve cruzó la sala. Alan respiró hondo y siguió.
—Él se llamaba Elías. Tenía una forma única de mirar el mundo. Hablaba bajito, pero decía cosas que se te quedaban para siempre. A veces tenía miedo, pero jamás dejó de dar amor. Nos conocimos siendo adolescentes. Tímidos, un poco perdidos... pero nos encontramos en el momento exacto. Y aunque su enfermedad nos robó mucho tiempo, también nos regaló el tipo de amor que no necesita años para sentirse eterno.
Alan bajó la mirada y acarició el borde de la libreta.
—Él me pidió que viviera. Me dijo que no me quedara encerrado en el dolor, que no dejara de soñar por miedo. Hoy, años después, terminé mi carrera de medicina. Y cada logro, cada paso, lleva su nombre en silencio.
Se hizo un momento de silencio. Luego levantó la mirada.
—Sé que muchos de ustedes son estudiantes, con dudas, con miedos, con sueños. Les quiero decir algo que aprendí a la fuerza: el amor y el dolor pueden ir de la mano. Y está bien. El amor no nos salva del dolor, pero le da sentido. El dolor no desaparece, pero se transforma cuando lo convertimos en algo bueno.
Una mano tímida se levantó en la primera fila. Alan asintió con una sonrisa.
—¿Cómo supiste que querías seguir adelante después de perderlo? —preguntó una chica de voz baja.
Alan pensó un segundo. Miró al techo. Luego volvió al público.
—No lo supe. No al principio. Me levantaba todos los días como si caminara sobre piedras. Había días en que no quería hablar con nadie. Pero un día, abrí su libreta. Y había una frase que decía: “No dejes que mi ausencia se vuelva un muro. Haz de ella un puente.” Ese día entendí que seguir adelante no era olvidarlo. Era honrarlo. Cumplir por los dos.
Otra mano se alzó. Esta vez, un chico con lentes.
—¿Aún lo recuerdas sin que te duela?
Alan sonrió, pero sus ojos se llenaron un poco.
—Sí. Pero no como antes. Al principio, dolía como una herida abierta. Ahora es un recuerdo que a veces me aprieta el pecho... pero también me abraza. Lo recuerdo cuando paso por la biblioteca donde trabajaba, cuando voy al parque donde nos conocimos. A veces me siento en la misma banca, y aunque no esté a mi lado, siento que de alguna forma nunca se fue.
Una profesora pidió una última pregunta. Desde el fondo, una chica se levantó.
—¿Qué le dirías a alguien que ha perdido a quien ama?
Alan tragó saliva. Cerró la libreta por un momento.
—Le diría que no se obligue a estar bien rápido. Que se permita sentirlo todo: la rabia, el vacío, la tristeza. Pero que tampoco cierre la puerta a lo bonito que vivió. El amor que existió no se borra. Se vuelve parte de uno. Y le diría también que busque algo que le dé sentido, algo que le recuerde que vivir también puede ser un homenaje.
La sala aplaudió. Algunos con fuerza, otros con lágrimas. Alan agradeció con una leve inclinación de cabeza. Luego, al terminar la charla, salió del auditorio con la libreta contra el pecho.
Horas más tarde, Alan caminaba por el parque. Era de tarde, y el sol caía tibio sobre los árboles. Se detuvo frente a una banca. La misma donde, años atrás, un chico de cabello rizado le había sonreído tímidamente por primera vez.
Se sentó en silencio. Sacó una pequeña foto de su cartera. Era Elías, con una sonrisa suave, rodeado de libros.
—Hoy te hablé frente a más de doscientos estudiantes —dijo, en voz baja—. Y sabes qué, Eli… me escucharon. Escucharon nuestra historia. La forma en la que amaste. Y sentí que estabas conmigo, como siempre.
El viento sopló despacio. Una hoja cayó justo sobre sus piernas.
Alan rió por lo bajo. Sus ojos brillaron.
—Te extraño todos los días. Pero aprendí a no pelear con tu ausencia. Aprendí a caminar con ella. A convertirla en parte de mi camino. Cada vez que ayudo a alguien, te siento conmigo. Cada vez que me siento a recordar, no es solo tristeza. Es amor. Es eso que no se va.
Se quedó ahí un rato más, en paz.
Y cuando se levantó para irse, el mundo no se sentía más liviano. Pero sí más claro.
Porque Elías vivía en cada paso que Alan daba.
Y eso era suficiente para seguir.
Editado: 14.05.2025