lo que nunca dijimos

Capítulo 3: Cita que no fue cita

“Hay encuentros que no llevan nombre, pero se sienten como el principio de todo.”

Era sábado por la tarde cuando Emilia recibió el mensaje. Gabriel no solía escribirle mucho. De hecho, no era de esos chicos que mantenían largas conversaciones por chat. Siempre prefería los silencios compartidos, las miradas largas y los gestos discretos. Así que cuando vio su nombre en la pantalla de su celular, supo que algo especial venía.

Gabo: ¿Estás ocupada esta tarde?

Emilia: No. ¿Por?

Gabo: ¿Quieres salir un rato? Sin título. Solo eso.

Sin título.

Eso le causó una pequeña sonrisa. Gabriel siempre tan específico en su ambigüedad.

Emilia se miró en el espejo. Llevaba una camiseta suelta y unos jeans viejos, el cabello recogido en una media cola algo improvisada. Dudó. ¿Era esto una cita? ¿Debería arreglarse más? ¿Y si llegaba demasiado producida y él iba como siempre, con su estilo descuidado y suéteres grandes?

Optó por un punto medio. Se cambió de blusa por una blanca, sencilla pero bonita, se soltó el cabello y se puso un par de aretes que su mamá le había regalado. Nada exagerado. Solo… algo que la hiciera sentir bien. Como ella misma, pero un poquito más luminosa.

A las 4:30 en punto, Gabriel estaba afuera. Apoyado en su bicicleta, con su mochila negra colgada del hombro y una gorra que apenas cubría su rostro del sol.

—Hola —dijo él cuando la vio. Sus ojos recorrieron su ropa, su cabello suelto, y algo en su expresión cambió por un segundo. Como si le costara no decir lo que pensaba.

—Hola. ¿Dónde vamos?

—A ningún lugar especial. Solo a caminar.

—Perfecto.

Caminaron por las calles del barrio, que a esa hora estaban tranquilas, como si también ellas descansaran. Pasaron por el parque donde solían ver gente jugando fútbol y niños correteando entre los columpios. Hoy, sin embargo, había menos ruido. Todo estaba más calmo, como si el mundo entendiera que esos dos necesitaban silencio para escucharse.

Gabriel pedaleaba despacio, junto a ella, con una pierna arrastrando en el suelo para no adelantarse mucho. De vez en cuando le hacía comentarios sobre las casas que pasaban, o sobre alguna canción que estaba escuchando esa semana. Emilia lo escuchaba todo con atención, memorizando el tono de su voz, la forma en que gesticulaba con una sola ceja o cómo apretaba ligeramente el manubrio cuando se ponía serio.

Al llegar a la entrada del bosque urbano del pueblo —una pequeña reserva de árboles altos, senderos de tierra y bancos de madera— Gabriel se bajó de la bici y la amarró a una reja oxidada.

—¿Entramos?

—¿No está cerrado?

—Siempre lo está —sonrió—, pero la verja tiene un hueco por donde pasamos todos. Lo descubrí hace tiempo.

Emilia lo miró como si acabara de confesarle un crimen.

—¿Y si nos atrapan?

—Entonces tendrás una historia más que contar.

Entraron por el hueco en la reja, entre risas nerviosas. El interior del bosque tenía una magia distinta. El aire olía a tierra húmeda y a hojas secas. El sol se filtraba entre las copas altas, dibujando sombras en el suelo. Los árboles crujían suave, como susurrando entre ellos secretos que nadie más podía entender.

Caminaron durante un rato hasta llegar a un claro donde había una banca vieja y un pequeño tronco caído.

—Aquí es donde suelo venir cuando no quiero pensar —dijo Gabriel, sentándose en el tronco.

—¿Y por qué me trajiste si aquí vienes a no pensar?

—Porque contigo… no tengo que esforzarme en pensar bonito. Solo pasa.

Emilia se sentó a su lado, algo más cerca de lo que acostumbraba. Sentía el calor de su brazo a centímetros del suyo. Ninguno dijo nada por unos minutos. Solo escuchaban el bosque, los pájaros, el silencio.

—¿Tú a dónde vas cuando no quieres pensar? —preguntó Gabriel, rompiendo la quietud.

—A mi azotea. Me acuesto en el piso con música. A veces miro el cielo. A veces cierro los ojos. Me invento futuros.

—¿Futuros?

—Sí. Escenarios que nunca van a pasar, pero que me gusta imaginar.

—¿Y en alguno salgo yo?

La pregunta cayó como un susurro inesperado. Emilia se quedó en silencio. Sabía que, si respondía que sí, estaba entregando algo. Que no sería un juego. Y lo era. Claro que salía él. Salía en todos.

—Puede ser —dijo, bajando la mirada.

Gabriel no insistió. Sonrió apenas, como si eso bastara.

De pronto, Emilia sacó de su mochila una pequeña cámara digital que siempre llevaba consigo. Le gustaba tomar fotos de cosas que no parecían importantes para nadie más: piedras, hojas secas, zapatos viejos. Apuntó a un árbol inclinado, a una mariposa que pasaba.

—¿Puedo tomarte una foto? —le preguntó a Gabriel.

—¿Para qué?

—Para congelar este momento. Para recordarlo.




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