Era extraño.
Nicolás no sabía cuándo había empezado a notarlo. Quizá fue una tarde cualquiera, mientras buscaba café en la cocina y la encontró sentada junto a la ventana, leyendo en voz baja, con una taza entre las manos. O tal vez la primera vez que vio su pelo suelto, sin el moño desordenado de siempre, cayéndole por la espalda como una cortina de silencio.
No era bella como Valeria, pensaba. No tenía ese magnetismo inmediato que atraía todas las miradas. Pero había algo… algo en ella que se quedaba. Como una canción que uno no busca escuchar, pero vuelve, suave, persistente.
A veces, cuando creía que ella no lo notaba, se detenía unos segundos más de la cuenta. Observaba cómo se mordía el labio cuando escribía en su cuaderno. Cómo acomodaba las tazas en línea perfecta. Cómo susurraba palabras al aire mientras cocinaba.
Era tan… callada. Tan distinta.
Y sin embargo, estaba empezando a ocupar espacio en su cabeza.
Una tarde de sábado, se cruzaron en el pasillo. Elena salía de la ducha, con el cabello mojado y una toalla sobre los hombros. Se detuvo al verlo. Él también.
—Perdón —murmuró ella, y quiso pasar de largo.
Pero Nicolás, sin saber por qué, le dijo:
—Te queda bien el cabello suelto.
Ella lo miró sorprendida, como si no entendiera si era sarcasmo o halago. Él mismo no estaba seguro de por qué lo había dicho.
—Gracias… supongo.
Siguió caminando, y él se quedó allí, inmóvil, con una sensación extraña en el pecho.
Esa noche, Elena cocinó algo diferente. Pasta con albahaca y queso de cabra. Nicolás llegó más temprano, atraído quizá por el aroma, por el calor que parecía llenar el departamento en lugar del frío habitual.
—¿Hay para dos? —preguntó.
Ella se encogió de hombros, sin mirarlo.
—Siempre hay para dos. Aunque uno nunca se siente.
Él no respondió, pero esa noche, se sentó a la mesa.
Comieron en silencio al principio. Luego, él preguntó:
—¿Siempre has vivido en la ciudad?
—No. Crecí en un pueblo. Campo, caballos, mucha tierra.
—¿Y te gusta?
Ella sonrió, apenas.
—A veces. A veces extraño el ruido de los grillos.
Nicolás la observó. No había pensado nunca en eso. En Elena niña. En Elena con barro en los zapatos y viento en el pelo. La había imaginado siempre igual: seria, reservada, silenciosa.
Ahora entendía que había más.
Pequeñas capas. Pequeñas grietas.
Después de cenar, mientras lavaban los platos, Nicolás la miró de nuevo. Ella tenía espuma en la nariz, como una burbuja atrapada, y no lo notaba. Quiso decírselo, reírse, hacer algún comentario. Pero no dijo nada. Solo la observó.
Y se fue a su habitación sin una palabra más.
Ya en la cama, sintió algo raro. Una incomodidad que no venía del colchón, sino del pecho. Era una sensación de presencia. Como si Elena, de alguna manera, estuviera más cerca aunque estuviera al otro lado del pasillo.
Valeria no le había escrito ese día. Habían peleado.
Por alguna razón, no pensó en eso antes de dormir.
Pensó en el sonido del libro de Elena al pasar las páginas. En su cabello goteando sobre la camiseta. En la forma en que dijo “grillos”.
Elena, por su parte, también estaba despierta. Repasaba la escena en la cocina. Sus palabras. Sus ojos. Ese gesto mínimo cuando la miró y no apartó la vista enseguida.
Era poco. Casi nada.
Pero para alguien que se ha alimentado de migajas, una mirada puede ser un banquete.
Y esa noche, aunque no lo supiera, Nicolás le había dado su primera esperanza real.
No una flor.
No una palabra vacía.
Una grieta.
Y a través de esa grieta, Elena se atrevió a imaginar.
A soñar.
Sin saber que los sueños, en esta historia, no siempre terminan bien.
Editado: 23.05.2025