Lo que Nunca Fuimos

Capítulo 8: La línea que nunca cruza

Las cosas entre ellos comenzaron a parecer una coreografía ensayada.

Se acercaban. Luego se alejaban.

Nicolás no evitaba a Elena como antes. Ahora la buscaba con pequeñas excusas: una taza de café compartida, un comentario sobre una serie que él sabía que a ella le gustaba, preguntas triviales sobre su día.

A veces, se quedaban hablando hasta tarde, sin darse cuenta de la hora. Él empezaba a verla como una persona completa, con opiniones, con historias. Reía con ella. Incluso la escuchaba.

Pero justo cuando Elena pensaba que tal vez… solo tal vez… esa conexión podía transformarse en algo más, Nicolás retrocedía. Cambiaba de tema. Se encerraba en su cuarto. Volvía a mencionar a Valeria, como si necesitara recordarle —o recordarse— dónde estaba su corazón.

Y Elena, cada vez, sentía que se estrellaba contra una línea invisible.

Una línea que él nunca cruzaba.

Una noche, después de cenar, estaban en el sofá viendo una película. Llovía afuera. Las luces estaban bajas. Sus cuerpos estaban cerca. No tocándose, pero sí lo suficiente como para sentir el calor del otro.

De repente, Nicolás giró el rostro hacia ella.

La miró.

Elena sintió cómo el aire se detenía.

Sus ojos bajaron hasta su boca. Estaba a punto de inclinarse, de romper esa distancia. Elena lo sintió. El corazón le golpeaba el pecho.

Pero no lo hizo.

Se levantó.

—Voy a dormir —dijo simplemente, como si nada hubiera pasado.

Y la dejó allí, sola con la película, la lluvia… y esa casi-caricia que no llegó a ser.

No era la primera vez. Ni sería la última.

Nicolás tenía una forma silenciosa de acercarse a ella. La miraba con atención. La escuchaba como si sus palabras tuvieran peso. Incluso la defendía cuando alguien hablaba mal de ella frente a otros.

Una vez, durante una comida familiar, un primo de él dijo en broma:

—¿Y tú cómo aguantas a Elena con esa cara de funeral permanente?

Nicolás respondió sin dudar:

—Me parece más valiente una mujer que guarda su mundo en silencio que una que sonríe para agradar.

El comentario dejó la mesa muda. Incluso Elena lo miró sorprendida.

Pero luego, esa noche, él volvió a encerrarse. Volvió a desaparecer detrás de su muro.

Y eso era lo que más la desgastaba: el ir y venir. Las palabras que sí, las acciones que no. Las miradas profundas, los silencios crueles. Esa maldita línea que nunca cruzaba.

Un día, Elena lo confrontó.

Estaban en la cocina, y él acababa de prepararle té sin que ella se lo pidiera. Algo tan simple… pero que dolía por todo lo que significaba.

—¿Por qué haces esto? —le preguntó ella.

—¿Qué cosa?

—Esto. Tú sabes lo que quiero decir. Me cuidas, me miras… a veces parece que…

Él la interrumpió:

—No lo hagas más difícil.

—¿Difícil para quién? —dijo, alzando la voz por primera vez—. ¿Para ti? ¿El que tiene a la mujer que quiere y a la esposa que le lava los platos?

Nicolás apretó la mandíbula. Se quedó callado.

—¿Sabes qué es lo más cruel de todo esto? —continuó ella, temblando—. Que casi me haces creer que esto puede ser real. Que tú puedes cambiar. Pero no lo haces. Siempre te detienes antes. Siempre te vas.

Silencio.

Luego él dijo algo tan bajo que apenas se escuchó:

—Porque si cruzo esa línea, no hay vuelta atrás.

Y se fue.

Como siempre.

Esa noche, Elena se quedó despierta hasta tarde. Ya no lloró. Ya no se preguntó “¿por qué no yo?”. Ya no quiso parecerse a Valeria.

Solo se sintió vacía.

Como si estuviera en una habitación donde todo estaba perfectamente decorado, pero donde nadie se quedaba.

Ni siquiera ella.




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