Los primeros días después de su partida, Nicolás creyó que todo seguiría igual.
La casa estaba más silenciosa, sí. El aire un poco más denso. Pero él se convenció de que era cuestión de tiempo. Que Elena volvería. Que eso era solo una reacción impulsiva, una forma de sacudirlo.
Pero no volvió.
Y el silencio dejó de ser paz.
Se convirtió en eco.
El café sabía distinto.
No porque fuera otra marca, sino porque ya no estaba en la taza que ella solía dejarle cada mañana. Nicolás empezó a hacer cosas que nunca había hecho antes: limpiar con más frecuencia, regar la planta que Elena había dejado en la sala, mirar la silla vacía frente a él cada noche, preguntándose por qué nadie lo había preparado para extrañar algo que no supo valorar.
Una tarde, encontró uno de los cuadernos de Elena olvidado en la repisa. Dudó, pero lo abrió. No era un diario, pero casi.
Había una página que lo dejó inmóvil:
“A veces creo que si me rompiera los huesos, él lo notaría menos que si dejara de sonreírle cada mañana.
Me pregunto cuánto se puede amar a alguien sin perderse por completo.
Tal vez ya lo hice. Tal vez ya me perdí.
Pero aún así… cuando me mira, aún espero que esta vez no se aleje.”
Nicolás cerró el cuaderno con las manos temblando. Esa fue la primera vez que lloró por ella.
Y no por la culpa.
Sino por la certeza de que la había tenido… y la había dejado ir.
Intentó llamarla.
Una vez.
Dos.
Pero ella no contestó.
Le envió un mensaje: “¿Podemos hablar?”
Visto.
Sin respuesta.
Por primera vez, Nicolás sintió que algo escapaba de su control. Que lo que creía seguro se había desmoronado sin posibilidad de reconstrucción.
No podía volver a ella como antes. No podía cruzar esa línea de nuevo. Esta vez, no porque no quisiera… sino porque ya no había nadie al otro lado esperándolo.
Una noche, caminando por la ciudad, pasó frente a una cafetería. Ella estaba ahí, sentada sola junto a la ventana, escribiendo. Se veía tranquila. Distinta. Pero no rota.
Por un segundo, pensó en entrar.
Decirle que ahora sí. Que estaba listo. Que se había equivocado.
Pero algo lo detuvo.
La vio sonreír mientras hablaba con la barista. Sacó un libro de su bolso. Parecía ligera. Como si hubiera soltado algo muy pesado.
Como si lo hubiera soltado… a él.
Y supo que, aunque se acercara, aunque pidiera perdón, aunque le ofreciera el amor que antes no pudo darle… ya no sería suficiente.
Porque la distancia no siempre borra.
Pero a veces, enseña a vivir sin lo que dolía.
Y ella, ahora, ya sabía vivir sin él.
Editado: 29.05.2025