Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO III

NELLA

Al salir del cementerio, distinguí a un hombre sentado en una banca, aparentemente absorto en sus pensamientos. Mi curiosidad me hizo fijar la vista en él hasta que tuve la impresión de que había notado mi mirada. Pasé junto a él y apresuré el paso.

Siempre pensé que el luto iba más allá de vestir de negro, llorar la partida de un ser querido o visitar su tumba. Sus restos físicos podían estar allí, pero no podían escucharme. Creía que la mejor manera de conectar con los que se han ido era a través del recuerdo, de los momentos compartidos. Sin embargo, perder a mis padres me hizo entender lo importante que puede ser tener un lugar físico al que ir. Aunque sigo pensando que el recuerdo es el verdadero vínculo, debo admitir que sentarme frente a su tumba me ha ayudado a asumir la pérdida.

Y aquí estaba yo, como todos los domingos, trayendo flores y leyendo el periódico del día. Papá era un hombre de hábitos, rigurosamente estructurado. Creo que heredé de él ese rasgo. Cuando era niña y apenas aprendía a leer, los domingos nos sentábamos juntos en la terraza y él me pedía que le leyera los artículos que escogía. Con el tiempo, a medida que aprendía nuevos idiomas, comenzamos a leer en español, italiano, francés y alemán. Desde que se fue, mantengo la costumbre: leo en voz alta su sección favorita, a veces incluso argumentando con las opiniones del columnista, como lo hacíamos antes.

Con mamá, en cambio, es distinto… y quizás más doloroso. Con ella solía tener largas conversaciones, así que ahora vengo y le hablo de mi día, de lo difícil que está siendo no quemar sus adorados sartenes. Esta semana, por ejemplo, le conté cómo carbonicé las tostadas a las cinco de la mañana y tuve que abrir todas las ventanas para disipar el humo. Al final, opté por contratar un servicio de limpieza profunda porque, aunque he aprendido a controlar mi TOC, hay cosas que simplemente no me dan paz. Dormir en una casa con olor a quemado no era una opción, así que pasé la noche en un hotel en Múnich y no regresé hasta la tarde siguiente. Sé que suena obsesivo, pero hay cosas que simplemente no puedo evitar.

Extraño a mamá. Ella era mi amiga, mi confidente. Aún cuando la distancia nos separaba, la llamaba todos los días para contarle cada cosa que me pasaba. Ahora llego a una casa vacía, sin los deliciosos platillos que lograba preparar cumpliendo con todas mis manías, sin nuestras tertulias nocturnas y, por supuesto, sin sus consejos insistentes sobre lo mucho que deseaba nietos.

Sumida en mis pensamientos, avancé las pocas cuadras que debía recorrer hasta la cafetería. No dejaba de sentirme observada, como si alguien me siguiera, pero cada vez que miraba a mi alrededor, no veía a nadie. Justo antes de entrar al café, volteé de nuevo y, esta vez, logré ver a un hombre alejándose a mitad de la calle.

Este café es un lugar tranquilo y acogedor. Me gusta venir aquí a disfrutar de mis peculiares cafés descafeinados y sin azúcar. La primera vez que hice ese pedido, Charlotte —la hija de la dueña del lugar— me miró con cara de ¿qué demonios estás pidiendo? Y es que, durante mi primera etapa en la universidad, el café era uno de mis mayores vicios, hasta que comprendí cómo mi alimentación influía en mi salud y en mi estado de ánimo. Entonces lo reemplacé por té matcha.

Sin embargo, aquí solo vendían café y, en un principio, ni siquiera tenían descafeinado. Durante semanas me conformé con café sin azúcar hasta que Charlotte habló con su madre, Gertrud, y lograron incluir el descafeinado en el menú. En cuanto a los postres, aunque hay opciones gluten free, aquí me permitía una excepción: una vez a la semana me daba el gusto de comer una dona glaseada o rellena. Eran las mejores donas del mundo.

—Hola, Antonella, ¿cómo estás hoy? —saludó Charlotte con su energía habitual.

—Hola, Charlotte, bien. ¿Y tú?

—Muy bien… ha sido un día movido. ¿Te traigo lo de siempre?

—Sí, pero ponlo para llevar.

—¿Glaseada o rellena? —preguntó, refiriéndose a la dona.

—Hoy necesito una glaseada con chocolate belga.

—Wow… ¿tan difícil fue la visita? —dijo con empatía.

Charlotte y su madre se habían convertido en mis amigas cercanas, en parte por la relación que Gertrud tenía con mi mamá y, luego, porque su hija Maggie era mi paciente. Eran las únicas personas en esta ciudad que notarían si algo me pasaba. Tenía amigos en España y algunos en el hospital, pero ninguno tan cercano como para echar en falta mi ausencia. Siempre había sido una ermitaña.

—Sí, ha sido un día difícil de asumir. Necesito un extra de serotonina.

—¿Quieres que lo hablemos?

—¿Eres mi psicoterapeuta? —pregunté, sabiendo que le molestaba cuando ponía barreras entre nosotras.

—No lo soy, pero soy tu amiga. Y a diferencia de tu terapeuta, yo puedo ofrecerte un café y un abrazo.

—Mi terapeuta no me abraza, sería poco profesional. Además, aún no han descubierto cómo abrazar a través de una pantalla.

—Pero si aquí está la pequeña Amelia —intervino Gertrud, abrazándome por sorpresa.

Me tensé. Nunca he sido fanática del contacto físico.

—Gertrud, ya lo hablamos… No me gustan los abrazos.

—¡Patrañas, niña! —dijo con su acento marcado—. Cualquiera pensaría que tienes sangre alemana, pero esos cuatro años que viviste aquí de niña te dejaron afectada de por vida.




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