NELLA
Las semanas habían pasado entre rutina y trabajo. Finalmente, había conversado con el Dr. Valverde y acordé apoyar a la fundación desde aquí. No estaría directamente con los pacientes, pero sí ayudaría a estructurar un par de proyectos destinados a las escuelas de Madrid. El objetivo era capacitar a los educadores para que pudieran manejar en las aulas a niños con ciertas condiciones neuródivergentes.
Otro de los proyectos buscaba eliminar esa inclusión forzada que, lejos de integrar, terminaba dañando a los niños que no encajaban en los cánones de “normalidad”. Más que atender pacientes, el plan era ambicioso: visibilizar la problemática desde la aceptación de los padres sobre el diagnóstico de sus hijos hasta la expansión de la fundación a otras ciudades. Queríamos formar profesionales capacitados para guiar y acompañar a familias de bajos recursos, brindando apoyo integral a padres, niños y maestros.
Era un trabajo que me apasionaba. Me desafiaba a ir más allá, a diseñar estrategias, capacitar a otros y coordinar equipos multidisciplinarios. Hice la nota mental. Evitar: saltarme comidas, dormir mal y descuidarme.
Hoy era domingo. Me había levantado tarde. Como cada domingo, salí a trotar en ayunas y, al regresar, solo me preparé un té antes de alistarme para visitar a mis padres en el cementerio. Más tarde pasaría por el café de Gertrud para romper el ayuno con alguno de esos platillos con los que siempre le gusta consentirme.
Esta semana me sentí… mejor. O tal vez estaba tan ocupada que apenas tenía espacio para sentir la ausencia de mis padres.
En el cementerio, como siempre, abrí la edición digital del periódico y elegí un artículo en alemán sobre las próximas elecciones al parlamento. Lo leí entero y, como solía hacer, les conté a mis padres mis opiniones: quiénes creía que tenían más oportunidades en el partido democrático. Después les hablé de mis días, lo ocupada que había estado, omitiendo, por supuesto, que no comía bien ni dormía lo suficiente. Quizás, desde donde estuvieran, lo sabían. Y si mi madre estuviera viva, seguro me habría reñido por no cuidarme.
Cuando me dispuse a marcharme, abrí los ojos, eché un vistazo alrededor… y entonces lo vi. A unos cien metros estaba el hombre que había visto semanas atrás. Algo en su figura me inquietó. Me invadió una sensación extraña: desconcierto, debilidad... Un vértigo silencioso se instaló en mi estómago.
Respiré hondo un par de veces, tratando de despejar la niebla repentina. La imagen de mi madre diciéndome “¿otra vez sin desayunar, Antonella?” cruzó fugaz por mi mente. Pero no alcancé a responderle mentalmente. El mundo se desplazó bajo mis pies.
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Lo siguiente que recuerdo es el sonido de la sala de urgencias y el movimiento de la camilla bajo mi cuerpo. En el cubículo, el médico me explicó que había tenido una descompensación por baja de azúcar. ¿Cómo no? Llevaba días saltándome comidas, y esa mañana no había probado bocado.
Para colmo, en la caída me golpeé el pómulo contra una banda metálica, lo que me dejó una herida que necesitó sutura.
Suspiré con resignación. Desde ya veía que esta no sería una gran semana. No podría ir al hospital a ver pacientes y, definitivamente, debía reorganizar mis rutinas. Necesitaba aprender a gestionar mi tiempo sin descuidarme.
Mientras escuchaba al doctor hacer las consideraciones finales sobre algunos análisis, me quedé pensando en mis pertenencias. ¿Dónde estaría mi bolso? ¿Mi teléfono? Me hundí en mis pensamientos, hasta que el sonido de pasos y el movimiento de la cortina del cubículo me sacaron de mi ensimismamiento.
—Hola… —dije, desconcertada—. ¿Qué haces aquí?
—¿Me conoces? —preguntó él, cauteloso.
—Te vi en el cementerio, antes de desmayarme —respondí, aún con dudas.
—Sí. Yo te ayudé —dijo, sereno—. Vine para asegurarme de que estuvieras bien.
Lo miré sorprendida. ¿Se había tomado tantas molestias por una desconocida? Sentí una punzada de algo parecido a vergüenza. Me cuesta aceptar que alguien cruce líneas por mí. No estoy acostumbrada.
—Gracias… pero no era necesario.
—No fue una molestia. Supongo que tú habrías hecho lo mismo.
Lo miré fijamente y, con una franqueza que pareció sorprenderlo, respondí:
—La verdad, no lo haría.
Su expresión fue un poema. Pude adivinar la pregunta en su mirada: ¿Qué clase de persona eres?
Una punzada de dolor en mi pómulo me hizo estremecer y desviar la vista.
—¿Te duele? —preguntó, con genuina preocupación.
—Un poco —respondí, rozando la zona con suavidad—. Debo parecer la hija de Frankenstein.
—De ninguna manera —contestó, con firmeza—. Sigues siendo hermosa.
Levanté la mirada, sorprendida. En sus ojos vi el instante exacto en que se percató de sus palabras y, junto a ellas, el rubor del arrepentimiento.
—¡Rayos! —dije, fingiendo decepción—. Ya me había ilusionado con el cumplido.
Él esbozó una sonrisa nerviosa.
—Lo eres —aclaró—. Solo que no quiero sonar atrevido.
Y no lo era. Había algo limpio y honesto en su tono, lo que me hizo sentir halagada. No estoy acostumbrada a provocar reacciones así.