Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO VII

NELLA

Tres días encerrada entre analgésicos, pantallas y silencio. Pude haber ido al hospital, sí, pero el rostro aún me dolía al sonreír y la cabeza era un tambor constante. Preferí no arriesgarme. Las citas más prioritarias las atendí en línea y también revisé algunos casos pendientes con otros colegas.

El miércoles por la tarde, mientras estaba en una reunión virtual con la fundación, sonó el timbre. Me extrañó, porque Charlotte había pasado al mediodía para almorzar conmigo y quedamos en vernos de nuevo el viernes. No esperaba ningún paquete ni visita inesperada.

Fui hacia el salón. El timbre volvió a sonar y grité:
—¡Voy!
Lo lamenté de inmediato al mirar por la mirilla: era Zelig, elegantemente vestido.
—Hola, Antonella. ¿Cómo estás?
Su actitud despreocupada me hizo sentir fuera de lugar. Zelig era mi jefe en el hospital, un reconocido neurocirujano, formal y respetado. Nunca habíamos tenido una relación más allá de compartir algún café mientras revisábamos casos.

Noté cómo me observaba de pies a cabeza con una expresión confundida. Recordé que llevaba el cabello recogido en una trenza descuidada, un jogger cómodo de andar por casa y una camisa de lino azul, que era lo que se veía en pantalla durante la reunión.

—Hola, Dr. Krüger. Qué sorpresa verlo aquí.
—Antonella, estamos fuera del hospital. Dejemos los formalismos.
—Claro, Zelig —dije, aún más confundida—. No quiero parecer descortés, pero… ¿qué hace por aquí?
Era completamente inusual que él viajara una hora solo para venir a verme.
—¿Puedo pasar? —preguntó, señalando el interior de la casa.

La incomodidad aumentó. Todos sabían cuánto valoraba mi privacidad y lo poco sociable que era. No me gustaba que invadieran mi espacio. No obstante, siendo mi jefe, negarme habría sido complicado.

—Sí —respondí con cierta incomodidad—. Lo siento, Zelig. Si gustas, en la zapatera hay pantuflas desechables.
Retrocedí para abrir la puerta y señalé la zapatera. Él asintió y se quitó los zapatos antes de entrar.
—Ponte cómodo, por favor. Dame unos minutos para cerrar la reunión.

Subí las escaleras y entré a la habitación que usaba como oficina. Aunque la biblioteca estaba en la planta baja, esa habitación tenía una ventana amplia con una vista hermosa, así que se convirtió en mi lugar de trabajo favorito.

Pedí disculpas a mis colegas, me retiré de la reunión prometiendo ver la grabación más tarde y bajé después de cambiarme. Reemplacé el jogger por jeans, un suéter de lana y mis zapatillas de andar en casa.

Al regresar, lo encontré frente a la chimenea con una foto de mis años en Madrid entre las manos. Era un retrato que mi madre había mandado a hacer, y aunque no era fanática de las fotos, lo conservé tras su muerte.

Caminé hacia él, extendí la mano y tomé la foto para colocarla de nuevo en su lugar, asegurándome de que quedara perfectamente alineada con los otros dos retratos.

—Sé que es extraño que haya venido hasta aquí, pero genuinamente estaba preocupado por ti —dijo con una cordialidad que no solía mostrar en el hospital.

Me había quedado de frente a la chimenea, organizando los retratos, cuando lo sentí poner sus manos sobre mis hombros. Me giró suavemente hasta quedar frente a frente, y deslizó uno de sus dedos por mi mejilla, donde aún se notaban los rastros de las puntadas.

Me tensé de inmediato. Me aparté con brusquedad, chocando levemente con la chimenea. Una parte de mí se congeló. No sabía si era por el gesto en sí o por lo que significaba: que no me había escuchado. Que había decidido invadir igual.

Fui a la cocina a buscar un vaso de agua, intentando no perder la compostura. Él seguía siendo mi jefe.

—Lamento incomodarte —dijo, con un carraspeo incómodo—. Sé que crucé la línea, pero no pude resistirme al ver tu rostro marcado por el incidente.
Sí, había cruzado la línea, y no solo del espacio personal. Estaba al borde de lo éticamente inapropiado. Asentí en silencio y decidí actuar con la cortesía justa.

—¿Deseas café, té o agua?
—Un café estaría perfecto.
—No uso azúcar, pero tengo Splenda.
—Sin azúcar está bien.

Mientras preparaba el café, llevé la conversación al plano profesional. Pregunté por un paciente que él había evaluado en hospitalización. Cuando el café estuvo listo, lo serví en una bandeja e invité a Zelig a la terraza trasera, que daba al invernadero.

Frente a una de las sillas, extendió su mano con una elegante bolsa de una pastelería de Múnich.

—He traído una tarta para compartir.
—Gracias. No debiste tomarte tantas molestias.
—No son molestias. Lo haría las veces que sean necesarias.

No entendí bien a qué se refería, así que decidí ignorarlo. Retomé el tema laboral, donde me sentía más cómoda. La tarta estaba deliciosa, pero partí mi porción por la mitad; no solía comer mucho dulce.

—¿No te ha gustado?
—Está deliciosa. Solo que no como dulce.
—Te cuidas bastante.
—Sí. La alimentación es un tema que me tomo muy en serio.
—¿Y el orden también?
Noté cómo miraba la forma en que organizaba la bandeja.
—Sí. A estas alturas, ya debes haber notado la razón.
Asintió en silencio. Me siguió hasta la cocina, donde lavé todo mientras hablaba de un nuevo caso. Al terminar, fijó su mirada en mí y dijo sin rodeos:
—Antonella, tú me atraes. Sé que nuestra relación laboral puede hacer esto complicado, pero me gustaría que me dieras la oportunidad de conocerte fuera del trabajo. Sin compromisos.




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