NELLA
Los dos días siguientes a la visita de Zelig fueron insoportables.
El primero, envió un ramo de rosas. Hermosas, sí, pero... ¿en serio yo daba la impresión de ser una mujer de rosas? Me parecía un despropósito cortar flores que en pocos días morirían. Y además, viniendo de mi jefe, no era apropiado.
Por la tarde llegó a mi consultorio para invitarme a cenar. Rechacé la oferta, por supuesto. Pero lo peor fue la mañana siguiente, cuando lo encontré en mi puerta.
—Zelig, ¿qué haces aquí tan temprano?
—Hola, Antonella. He venido a buscarte para llevarte al hospital.
—¿Has viajado desde Múnich solo para eso?
—Sí.
—Lo lamento, pero debo llevar mi propio auto.
—No te preocupes, yo te traigo de vuelta.
—Justo eso quiero evitar. Me gusta tener el control de mis cosas. Las rosas fueron bonitas, pero me parece un desperdicio enviar algo que se marchita. Te sugiero que ceses en tus intentos. Solo lograrás que me aleje.
Vi en sus ojos el momento exacto en el que mis palabras tocaron su ego. Carraspeó incómodo, dio un paso hacia mí, tomó mi mano y la besó.
—No soy un hombre que se rinde fácilmente. Sé que huyes de las relaciones como mecanismo de defensa, pero voy a lograr que bajes tus defensas.
Su discurso me dio risa. Tal vez pensaba que no resistiría a un hombre con prestigio, dinero y flores. Pero yo me conocía. Y cuando mi intuición decía "no", no había regalo que la convenciera.
Me solté de su agarre con desagrado.
—No sé qué estás imaginando, pero he sido clara. Si sigues cruzando la línea, lo reportaré al consejo de ética del hospital. Que tenga buen día, Dr. Krüger.
Pasé por su lado, me subí a mi auto y lo dejé allí parado.
A muchas mujeres les cuesta poner límites, pero yo detectaba la bandera roja de inmediato.
Ese día no volvió al hospital, pero por la tarde llegó una nota junto a una pequeña caja con un muffin de almendra:
> Antonella,
Disculpa si te hice sentir incómoda.
Pero no me pidas que deje de intentarlo.
Prometo ser respetuoso.
Toma este detalle como una ofrenda de paz.
Lo pedí especialmente para ti.
ZK
Terminar de leer la nota fue una confirmación de que no había tomado en serio mis palabras.
Salí de mi oficina, regalé el muffin a mi asistente y di por terminado el día.
Más tarde debía comprar un regalo para Maggie, que cumplía años. Aunque mis habilidades sociales eran mínimas, me gustaba elegir regalos. Sabía exactamente qué quería: una colección de libros infantiles que ella amaría.
De regreso, pasé frente a una tienda de ropa masculina. Pensé en la camisa rota de Noah. Elegí una muy parecida y la compré. Tal vez él seguiría visitando el cementerio los domingos, y sería una buena ocasión para saldar esa deuda.
La noche del viernes fue caótica: niñas en pijamas, toneladas de dulces y gritos por doquier.
Era admirable cómo Charlotte reunía la paciencia necesaria para mantenerlas bajo control sin perder la cabeza. Supongo que eso que muchas mujeres llaman “instinto materno” tiene algo que ver. Curiosamente, siendo una profesional dedicada a tratar condiciones del neurodesarrollo, fuera del trabajo me costaba mucho interactuar con niños.
Me dedicaba a guiar, a ofrecer pautas de crianza y acompañamiento a niños con dificultades para encajar, siendo yo misma alguien con muy pocas habilidades sociales. Sin embargo, haber sido una niña incomprendida me había dado herramientas; y mis privilegios —padres presentes, estabilidad económica, acceso a terapias— me habían permitido convertirme en un caso, hasta ahora, exitoso.
Aun así, salí de casa de Charlotte con la batería social en cero. El día había sido agotador.
Mi casa me recibió en silencio. Caliente. Tranquila.
Fui por una copa de vino y me senté en la barra de la cocina.
La soledad por mucho tiempo fue mi refugio durante años.
Pero en los últimos tres, había alguien que me recibía. Mamá contaba las intimidades de sus amigas y opinaba sobre la vida de todo el mundo. El 80% del tiempo no escuchaba lo que decía, pero hoy… me hacía falta.
Yo amaba mi soledad. Pero últimamente, el silencio comenzaba a inquietarme.
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La mañana siguiente seguí mi rutina de domingo: salir a trotar muy temprano, regresar a casa y romper el ayuno con un desayuno ligero. Me preparé para ir al cementerio.
Sentía algo distinto. Sería demasiado decir que estaba emocionada, pero tal vez sí un poco ansiosa por verlo nuevamente.
Llegué más temprano que de costumbre, y no lo vi en su lugar habitual. Pensé que tal vez hoy no vendría. Pero un rato después, lo vi llegar. Me saludó con la mano desde la distancia.
Traté de concentrarme durante veinte minutos en una lectura, sin éxito. Había llevado un libro nuevo de un autor que a papá le había gustado mucho los últimos años. Pero hoy era inútil intentar enfocarme.