NELLA
Estaba frente al armario, decidiendo qué usar para la cena con Noah. Sabía que iríamos a un restaurante a las afueras del pueblo. Apenas me envió la ubicación, entré a la página web, leí el menú, imaginé lo que probablemente pediría y, a través de la vista 360° del lugar, elegí la mesa exacta donde me gustaría sentarme. Tenía una vista hermosa. Era un espacio amplio, al aire libre, delimitado por muros de ladrillo. Algunos sectores tenían ventanales que dejaban ver, a lo lejos, las luces del pueblo. También había una terraza con vista a un pequeño invernadero.
Era el tipo de lugar al que podías ir en familia, con amigos o con pareja. Sin pensarlo, mi mente saltó del look para la noche al recuerdo del encuentro en el cementerio. Mi idea era simplemente darle la camisa y marcharme. Pero él supo llevar la conversación con ligereza, con humor. Y terminé diciendo que sí al café.
Lo sorprendente fue cómo se sintió: cómodo. Él fue coqueto sin cruzar límites. No intentó tocarme, no fue invasivo. Su cercanía no me asustaba. Más bien… me hacía sentir viva.
Era curioso cómo su presencia despertaba en mí una alerta distinta a la que me generaba Zelig. Con él, la alarma era de peligro. Esa sensación en la piel, esa intuición que decía: sal de aquí. Con Noah, la alerta era otra. Era un temblor interno, como si algo dormido empezara a moverse. Me descubrí, en algún momento, deseando estirar la mano sobre la mesa y tomar la suya.
Y justo ahí… mi cabeza hizo lo suyo.
La palabra madrastra apareció sin previo aviso, como una piedra lanzada al agua. El eco se extendió. Madrastra. Yo. Una mujer que jamás se ha planteado ser madre… ¿asumiendo ese rol?
El vértigo fue inmediato.
Mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera razonar: los hombros se tensaron, el corazón se aceleró, sudor frío en la espalda, un zumbido lejano. El aire se volvió pesado.
Me dejé caer contra la pared, deslicé mi espalda hasta el suelo. No intenté luchar contra el miedo; solo me concentré en respirar. Cuatro tiempos para inhalar. Cuatro para exhalar. Una y otra vez. Hasta que el cuerpo recordara que estaba a salvo. Hasta que mi mente pudiera volver.
Habían pasado casi dos horas desde que entré a elegir la ropa. Y terminé allí, sentada en el suelo, volviendo de un ataque de ansiedad.
Tenía tan interiorizado ese ejercicio de respiración que muchas veces terminaba en una especie de meditación profunda. Al recuperar el control, tomé el teléfono y le escribí a María, mi psicoterapeuta. Aunque ahora vivía en Madrid, aún hacíamos sesiones virtuales. No necesitaba que respondiera enseguida. Solo quería dejar la nota, abrir la puerta para hablarlo después. Porque sabía lo importante que era no quedarme sola con esa voz.
Había convivido con el TOC, la ansiedad… y, en etapas más oscuras, la depresión. Sabía cómo esas sensaciones se disfrazaban de lógica, cómo te susurraban ideas que parecían reales. Y también sabía que, si no las frenaba a tiempo, podían llevarme muy lejos de mí misma.
Ese día entendí algo que había olvidado:
el cuerpo avisa antes de que la mente entienda.
Y a veces, cuidarse, simplemente, es detenerse. Respirar. Y luego, seguir.
Me levanté con lentitud. Fui al baño. Encendí unas velas, dejé que el aroma del eucalipto llenara el espacio. Preparé un baño caliente, me quité la ropa con suavidad, como si me estuviera abrazando. Me sumergí en el agua.
Y después, dediqué un buen rato a cuidar mis rizos.
Ese era mi pequeño ritual. Mi forma de decirme: “Estoy aquí. Y me tengo”.
Salí del baño sintiéndome mucho mejor, despejada... La temperatura del agua, los aromas, mis rizos aún húmedos esperando ese toque final que les diera volumen, la bata mullida abrazándome y mis pantuflas haciéndome caminar como entre algodones. Todo eso me recordó los momentos en que el paso siguiente de ese ritual era tomar una infusión, ir a la cama y desconectar.
Pero hoy incluiría algunos pasos alternativos.
Bajé a la cocina, me serví un dedo de vino y volví al vestidor. Le pedí a Alexa que reprodujera la carpeta “Para sanar”. Así comencé a alistarme para la noche mientras tarareaba alguna canción y tomaba sorbos de vino. Al final, un poco de brillo en los labios, la cartera en mano, y justo cuando tomé el pomo de la puerta para salir, sonó esa canción que me había enviado María:
“Amor de verdad me lo merezco,
que todo salga bien me lo merezco,
lo bueno viene a mí,
la vaina se me da,
hasta la vista al mar me la merezco…”
Aunque pedí apagar la música, la letra siguió sonando en mi mente. Me lo merezco.
Llegué al estacionamiento del restaurante y me quedé dentro del auto, esperando la confirmación de Noah. Seguía ese pensamiento resonando cuando escuché un leve toque en el cristal.
Me sorprendió un poco; pensé que me esperaría en la mesa. Pero apenas desactivé los seguros, abrió caballerosamente la puerta y extendió la mano para ayudarme a bajar.
Noah era guapo. Pero esta noche se veía... ¿atractivo?
Mi subconsciente respondió por mí.