Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO XII

NELLA

La cena fue más de lo que esperaba. Pasados los nervios iniciales, me sentí muy bien. En las escasas ocasiones que había intentado salir con algún hombre, siempre terminaba tensa. Para algunos, salir con una mujer como yo era problemático: no conforme con ser exitosa, era económicamente solvente y, sobre todo, tenía voz propia. Cosa que a muchos hombres aún les hiere el ego. Así que sentirme cómoda y no tener que cohibirme era un gran paso.

Más allá de eso, Noah era un hombre que, hasta ahora, sabía leerme muy bien. Sabía ser él sin invadir. Entendía que yo tenía voz y la respetaba. En el poco tiempo que compartimos, había comprendido que había límites y no intentaba pasarlos.

Si hablamos de sensaciones físicas, ayer no resistí la necesidad de tocarlo. Debo confesar que el lugar que había escogido no era elegante, pero sí sumamente acogedor. En todo momento sentí esa vibra cálida. Y eso, sumado a lo anterior, me mantuvo durante toda la velada en una especie de nube cómoda.

Saber más de él, escuchar cómo vivió el quedarse solo en un momento tan sensible como el nacimiento de su hija, me hizo verlo aún más valiente y, sobre todo, como un buen hombre.

Creo que el momento más tenso para mí fue cuando pregunté por su vida sentimental.

Flashback

—¿Cómo equilibras tu vida sentimental con cuidar de una pequeña de cuatro años?

—No ha habido ninguna vida sentimental desde que murió Emma. Hemos sido solo Hannah y yo.

—¿Pero has tenido algún rollo casual? —Lo vi agudizar la mirada y el momento exacto en el que curvó el labio superior. Le hizo gracia mi pregunta y comprendió a dónde iba.

—No, Antonella. No me había interesado, ni romántica ni sexualmente, ninguna mujer en estos cuatro años… —Intenté decir algo, pero continuó— …hasta ahora.

—Interesante ser la afortunada. ¿Te refieres a mí, cierto? —pregunté mirándolo a los ojos.

Si había algún rasgo de mi personalidad que me traía problemas, era lo directa. Y tenía poco tacto. Lo vi sonreír abiertamente.

—Sí. Eres la afortunada… en todos los aspectos.

Su declaración me hizo carraspear una vez entendí el contexto completo. Algo en mi vientre se contrajo y mi corazón se aceleró.

Fin del flashback

Esa corta conversación dejó una tensión que se disipó cuando oportunamente llegó el camarero con el postre. A partir de ahí, la charla giró hacia temas más ligeros.

Ese recuerdo me hizo reír. Esta vez, pensar en el rumbo que podía tomar una hipotética relación me llevó a otro panorama que nunca había sido central en mi vida: el sexo. Era inexperta. Había tenido un par de encuentros en la universidad y otro par años después, en España, con un colega con quien intenté involucrarme… hasta descubrir que era casado. Ninguno fue tan memorable como para desear seguir experimentando. Mi vida siempre estuvo enfocada en otras cosas. Eso simplemente no era prioridad.

Toda esta conversación interna me acompañaba camino al hospital. Esta semana sería exigente. Estábamos por presentar formalmente la primera etapa del proyecto en la fundación. Y, además, la agenda en el hospital no dejaba espacio. Los lunes, miércoles y viernes eran días de consulta externa. Mientras que los martes y jueves me dedicaba a pacientes hospitalizados, normalmente con patologías de base que requerían evaluación y tratamiento neuropsicológico.

Cuando llegué a la puerta de mi consultorio, vi a mi asistente acercarse desde el módulo central de atención con una caja rectangular con un moño dorado en las manos. Instintivamente, todo el buen ánimo que traía se esfumó.

Tomé la caja y di las gracias, haciéndola pasar al consultorio mientras me informaba sobre la agenda del día. Al finalizar nuestra conversación, ella salió y, sin más vueltas, tomé la tarjeta:

“Un detalle que espero que endulce tu día.

ZK”

El interior de la caja contenía doce bombones de chocolate, blancos y oscuros. Era un bonito detalle… pero el fastidio que me generaba el emisor no me permitió disfrutarlo. Abrí la gaveta del escritorio, coloqué la tarjeta sobre la anterior y guardé la caja.

Era momento de iniciar la revisión de casos antes del primer paciente, pero una notificación en el celular cambió mi estado de ánimo. Sonreí. Era Noah, deseándome buen día. Le respondí de inmediato, con el mismo entusiasmo.

La mañana pasó sin que me diera cuenta. Al salir el último paciente, entró Zelig.

—Buenas tardes, Antonella.

—Buenas tardes, Dr. Krüger. ¿Se le ofrece algo? —pregunté lo más profesional que pude.

—Sí. En oncología hay un niño de ocho años con un glioblastoma multiforme. Necesito que te integres al equipo. Quiero que evalúes las áreas afectadas y hasta dónde llegan los déficits cognitivos. En una hora regreso por ti para ir a verlo —dijo con total seriedad.

Cualquiera que viera la interacción pensaría que se trataba de una orden profesional, pero yo sabía que esto iba más allá. Normalmente no veía casos de oncología. Esa área tenía otra colega asignada. Pero él era mi jefe y no había opción de objetar.




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