NOAH
Al salir de la cafetería me encontré con una Hannah algo disgustada por no lograr su cometido y, a la vez, curiosa. Me había visto elegir algo del mostrador y luego salir sin haber comido nada, ni llevar ninguna bolsa. Al cerrar la puerta del local, preguntó:
—¿No te ha gustado nada? Todo se veía delicioso.
—Sí, hice un pedido… pero lo envié como obsequio para alguien —le respondí.
Frunció el ceño con evidente confusión.
—¿Se lo enviaste a la abuela?
—No.
—¿A la Nana?
—No —dije, y en ese momento abrió los ojos como platos, cubriéndose la boca con la mano.
—¡Se lo enviaste a Simona! —soltó, como si hubiese tenido una revelación divina.
—No —contesté, manteniendo la seriedad solo para aumentar su frustración.
—¡Papá! —exclamó molesta—. ¿No me vas a decir?
—Solo si prometes guardar el secreto, al menos por ahora.
—¿Me estás pidiendo que mienta?
Hannah era muy inteligente… para mi mala suerte.
—Sabes que mentir no está bien. Pero esta vez te pido que lo hagas por una buena causa —dije. Ella frunció la nariz, sin estar del todo convencida. Hannah tenía muchas cosas de su madre—. Estoy conociendo a una mujer.
En ese momento íbamos caminando por un bulevar. Al escucharme, se detuvo de golpe y me miró con los ojos grandes, incrédulos. Soltar esa confesión me apretó el pecho. Le acababa de decir a mi hija de cuatro años que estaba conociendo a una mujer.
—¿Y no quieres contárselo a la abuela? —dijo algo decepcionada, entendiendo que debía ocultar la verdad—Ella quiere verte feliz.
—Lo sé, cariño —me arrodillé para quedar a su altura—. Pero es reciente. Ella y yo estamos transitando la pérdida de personas muy queridas, y queremos ir despacio para no hacernos daño. Si se lo digo ahora mismo, tu abuela es capaz de buscarla y esposarla a mi cama hasta que acepte casarse conmigo.
Ella rió, asintiendo divertida.
—¿Ella sabe de mamá? —preguntó en voz baja.
—Sí. Nos conocimos en el cementerio.
—¿Y crees que me querrá conocer? —susurró casi inaudible.
—Estoy seguro de que sí. Pero por ahora estamos cuidando nuestros corazones… incluso el tuyo. Cuando sea el momento, te la presentaré.
Asintió sin decir más. Pero su silencio revelaba cuánto deseaba conocerla. También comprendí que su cabecita ya estaba imaginando lo que significaría tener al fin una mamá. Ese pensamiento me apretó el corazón, porque siempre creí que, para ella, no tener madre era algo natural. Me equivoqué.
Caminamos en silencio hasta el aparcamiento. La ayudé a subir a su silla, ajusté el cinturón de seguridad, y justo cuando cerraba la puerta, sentí el teléfono vibrar en mi bolsillo.
Era Antonella. Me había enviado una foto del detalle que le había enviado. Agradeció el gesto.
No lo decía con esas palabras exactas… pero así me sentí:
visto. Agradecido. Aceptado.
En el camino de regreso a Hallertau, Hannah recargó energías con una siesta breve. Apenas llegamos a casa, comenzó el interrogatorio.
En casa, mientras le quitaba los zapatos y revisaba su mochila, Hannah seguía con su lista:
—¿Cómo se llama?
—Antonella.
—¿Tiene hijos?
—No.
—¿Le gustan los perritos?
—Creo que sí…
—¿Y sabe cocinar?
—No lo sé aún.
Frunció el ceño, como si estuviera elaborando un expediente mental. No dije más. Solo sonreí.
—¿Y si no le gusto?
Esa pregunta, lanzada con voz bajita, me detuvo.
—¿Quién no va a gustar de ti, pequeña?
—No todas las personas son como mamá. Mamá me amaba… desde la barriga —dijo señalando su ombligo.
—Antonella también tiene un gran corazón. Pero esto no se trata de reemplazar a nadie. Emma sigue contigo. Y conmigo.
—Pero… si ella te hace feliz… yo también quiero estar feliz contigo.
Me conmovió profundamente. No solo su madurez, sino su deseo genuino de verme bien. Sus palabras me dieron una especie de permiso.
Esa semana seguimos la misma dinámica: saludos diarios por la mañana, y por la tarde, enviaba una merienda a su consultorio. Antonella siempre respondía con una foto y un mensaje ingenioso de gratitud.
La Nana, por su parte, no dejaba pasar oportunidad para lanzar comentarios sutiles sobre lo cambiado que me notaba. Y Hannah… ella estaba decidida a regalarle flores del invernadero en nuestro próximo encuentro. Para salvar las flores del invernadero, logré convencerla de trasplantar unas en una maceta especial y sembrar otras nuevas.
Pasamos un buen momento compartido, incluso con la Nana, aunque no sabía aún cuál sería el verdadero destino de aquellas flores.
En la granja, el trabajo fue exigente. Estábamos a una semana de recibir oficialmente el invierno y necesitábamos manos extras para proteger las líneas de lúpulo. Pero, incluso en medio del trabajo, me sorprendía a menudo pensando en Antonella. Quería invitarla este domingo a hacer algo diferente después del cementerio.