NOAH
Dejé a Antonella en la habitación y bajé a la cocina. Recogí la bolsa de comida que había quedado en el recibidor y fui hasta la nevera por una cerveza. Creo que necesitaba bajar el nudo de emociones que tenía atragantado.
Durante algún tiempo, cuando Emma comenzó a modelar e hizo sus primeros trabajos con marcas reconocidas, aquello fue un logro enorme para ella. Pero ese logro vino acompañado de una etapa muy oscura en su vida y en nuestra relación. Las exigencias con el peso la llevaron a tomar decisiones drásticas para mantenerse dentro de los estándares que le imponían. Estuvo al borde de caer en un trastorno alimenticio.
Por fortuna, Emma era una mujer que hablaba. Nada se guardaba para sí. Y cuando algunas de esas cosas que me contaba empezaron a parecerme excesivas, tomé un avión y regresé del trabajo que estaba haciendo en Sudáfrica. Solo bastaron dos días para que ella me tuviera a su lado. En aquel momento no tenía ni la madurez ni la información suficiente, pero quise sanarla yo. Literalmente, intenté hacerlo todo por ella: la obligué a visitar nutricionistas, psiquiatras y psicólogos; contraté un entrenador personal porque, si ella quería ponerse en forma, prefería que lo hiciera con ejercicio, no con pastillas para vaciar el estómago ni con esas prácticas terriblemente comunes en el mundo del modelaje.
Con el tiempo tuve que volver al trabajo. Emma, sola, empezó a cruzar el límite del autocuidado y se volvió obsesiva. Quizás logré evitar que desarrollara un trastorno alimenticio, pero a cambio la empujé a acumular un nivel de estrés que derivó en ansiedad. El miedo y la culpa me llevaron a tomar distancia emocional. Y ella, como la mujer noble y valiente que era, apenas sufrió su primer ataque de ansiedad, buscó ayuda y trabajó duro para salir adelante.
Yo también comencé a leer, fui a terapia. La distancia autoimpuesta había generado tensiones entre nosotros, y por momentos nos costaba comunicarnos como antes, con ese miedo silencioso a herirnos sin querer.
Quizás no pude salvarla como quise, pero aprendí que amar no siempre es arreglar, sino quedarse.
Lo cierto es que esa experiencia me preparó para lo que viví esta noche.
Cuando terminé la cerveza, rebusqué en los cajones por una caja de té. En la alacena había varias, se notaba que le gustaban mucho. Entre todas las opciones, elegí un té de tila; pensé que ese podría relajarla y ayudarla a conciliar el sueño.
Subí con la bandeja en las manos. La taza humeante de tila y la bolsa de papel con la comida iban juntas, aunque nada de eso tenía ya la intención de una cena romántica. Cuando entré, ella seguía sentada en la cama, envuelta en la manta, el rostro algo más sereno pero con los ojos todavía húmedos.
—Te traje un té —le dije con suavidad, y lo dejé sobre la mesa de noche.
Ella asintió, sin tocarlo aún. Me senté a su lado, sin romper el silencio que parecía haberse instalado con la misma naturalidad con que antes se instaló el caos.
Pasaron unos segundos largos. Entonces, con esa mezcla de decisión y fragilidad que ya empezaba a reconocer en ella, habló.
—No quiero fingir que no pasó nada, Noah. Hay un elefante blanco enorme en esta habitación y no pienso dejarlo aquí como si no lo viera.
Le sostuve la mirada, dándole el espacio.
—Sé que fue una crisis. No tengo vergüenza de llamarla así. No la vi venir. Estaba tan concentrada en que todo saliera bien… —Hizo una pausa, respiró profundo—. Y no es solo por lo de esta noche. Hay cosas que no te he dicho, no porque quisiera ocultarlas, sino porque aún me cuesta entenderlas yo misma.
Se le quebró un poco la voz al final, pero no desvió la mirada.
—Te escucho —le dije, con la calma que aprendí a tener a fuerza de errores pasados.
—He vivido toda mi vida tratando de mantener el control —dijo—. De mi entorno, de mis emociones, de mi agenda, de todo. Es parte del TOC, claro. Esa obsesión con anticiparme a todo, con tener listas, rutinas, estructura… y, en el fondo, con que nada se me desborde.
Hizo una pausa, tragó saliva, pero no bajó la mirada.
—Lo he manejado bien durante años. Con terapia, con trabajo personal, con herramientas que conozco y uso. Pero desde que llegaste tú… todo eso se ha removido. Pensar en una relación contigo ha detonado miedos nuevos. Miedos que no sabía que estaban ahí.
La escuchaba sin interrumpirla, atento a cada palabra. Se movía entre la vulnerabilidad y la lucidez con una honestidad que me conmovía.
—Tengo miedo de no ser adecuada. Por tu hija, por lo que implica entrar en un espacio que ya existe. Me aterra hacerle daño o ser un estorbo. Y me doy cuenta de que no sé si soy capaz de… ceder. De confiar en alguien más sin intentar controlar cada paso. Zeling no se equivocó del todo: soy buena para trabajar, pero me cuesta soltar. Me cuesta amar sin miedo.
Su voz se quebró al final. No intentó disimularlo.
Me acerqué un poco más y, sin decir nada aún, tomé su mano. No se apartó.
—Gracias por decírmelo —dije al fin—. Gracias por confiar en mí para mostrarte así.
Ella respiró hondo, como si esas palabras le permitieran aflojar un poco el pecho.
—Yo también tengo miedos, Antonella. No soy un tipo perfecto. He fallado. He perdido. Y no puedo ofrecerte un cuento de hadas. En algún momento puedo ser el sapo, no el príncipe. Pero si tú decides intentarlo, voy a dar lo mejor de mí. No para que todo salga perfecto, sino para que estemos en esto los dos, de verdad.