Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO XXI

ANTONELLA

Desperté más tarde de lo habitual.

La luz que entraba por la ventana no tenía el tono frío del amanecer, y el canto de los pájaros no sonaba como un saludo al día, sino como si ya estuvieran metidos en su rutina. Sentí el cuerpo pesado, pero no por cansancio físico. Era como si la noche anterior me hubiese dejado una resaca emocional.

Durante unos segundos, no supe si todo había sido un sueño. El té de tila. Las palabras de Noah. La comida compartida en la cama.

Extendí la mano hacia el lado vacío y sentí el aire frío. No había calor. Él no durmió aquí. Claro que no. Pero lo había sentido tan cerca, tan real, que por un instante casi lo imaginé quedándose.

Me quedé recostada un poco más, con la mirada fija en el techo, intentando ordenar mis pensamientos como si fueran papeles sueltos después de una tormenta.

Zelig.

La sola mención de su nombre me tensó el estómago. No podía seguir dilatando lo evidente. Aquello no iba a resolverse con una conversación. Ya había sido demasiado permisiva. El siguiente paso era presentar una queja formal en Recursos Humanos, con copia a la dirección del hospital.

No era una decisión cómoda, pero sí necesaria. Y eso, en mi vida, siempre había sido suficiente para tomar impulso.

Aun así, lo de Zelig no era lo que más fuerza tenía en mi mente. Lo que realmente seguía latiendo era Noah.
Nuestra conversación. Su calma. La manera en que no intentó “arreglarme”, sino estar. Sentía alivio. Sí. Pero también algo parecido al vértigo.

Me pregunté cómo serían las cosas ahora. ¿Qué se supone que hacía? ¿Cómo se sigue adelante después de una noche como esa?

¿Y si todo sale bien?

¿Y si no?

La pregunta más incómoda volvió: su hija.

Hannah.

No era solo un nombre en una historia que él me había contado. Era una niña real. Con emociones, costumbres, memorias… y un lugar que nadie podía ocupar por ella.

¿Y si no le agradaba? ¿Y si me sentía intrusa? ¿Y si me equivocaba?

Corté la línea de pensamientos antes de que se desbordara. No era el momento. No tan temprano.
Me puse la ropa deportiva, me recogí el cabello en una coleta rápida y salí a trotar. El aire fresco en las mejillas, el ritmo constante de los pasos, el golpe rítmico de mi respiración: todo fue devolviéndome una sensación de control físico que siempre agradecía.

No era el control de la vida. Pero sí, al menos, el de mi cuerpo.

Al regresar, me preparé un desayuno simple: pan integral, huevos revueltos y un café negro. La cocina tenía ese silencio suave de las mañanas tranquilas.
Puse mi playlist de “Para sanar”.

Canciones de amor propio, de empoderamiento, de esas que me repetía en voz baja cuando mi mente comenzaba a llenarse de pensamientos intrusivos.
Era una rutina. Una herramienta. Un recordatorio de que podía volver a mí.

Después de ducharme, me até el cabello aún húmedo en un moño informal, abrí el portátil y me instalé con una taza de té en el comedor.

Había correos pendientes de la fundación, algunas tareas administrativas que había postergado y, sobre todo, el cronograma del congreso al que me habían invitado. La idea de hablar en público no me intimidaba; lo que me incomodaba era exponerme más de lo necesario. Aun así, sabía que debía participar.
Estaba revisando el material cuando sonó el teléfono.
Era Charlotte.

—¿Hola? —respondí, bajando el volumen de la música.
—¡Nella! ¿Estás ocupada? Necesito un favorcito de emergencia —dijo con ese tono entre apurado y encantador que usaba cuando sabía que no debía dejarte pensar demasiado.

—Dime —respondí, dejándome caer en la silla.

—Gertrud y Carlos se fueron esta mañana a Múnich, y justo ahora surgió un problema en la cafetería que tengo que resolver en persona. Maggie está con una amiguita en casa, y no puedo llevármelas porque estarían más enredando que ayudando. ¿Podrías venirte un rato y quedarte con ellas? No es mucho tiempo, te lo prometo.

—¿En tu casa?

—Sí, están tranquilas, jugando. Solo necesito un par de horas. Sé que tienes mil cosas, pero me salvarías la vida.

Asentí, aunque ella no podía verme.

—Sí, voy para allá.

—Gracias… eres un sol, no te apagues —dijo, y me hizo sonreír sin poder evitarlo.

Corté la llamada y me puse de pie. No parecía gran cosa. Solo un rato con Maggie y su amiguita. Charlotte había sido un apoyo constante desde que llegué al pueblo, y si podía ayudarle, lo haría.

Me cambié rápido, recogí una chaqueta por si el clima cambiaba y salí con esa sensación extraña que a veces se instala cuando todo parece normal… pero no lo es.
Charlotte abrió la puerta con el teléfono en una mano y las llaves en la otra, moviéndose como un torbellino de prisa. Me hizo una seña para que entrara, sin detener su conversación. Apenas colgó, se giró hacia mí.

—¡Nella! Gracias, gracias, gracias. —Me dio un beso en la mejilla sin detenerse—. Las niñas están en el cuarto de Maggie, todo bien, solo juegan. Pero no puedo llevármelas a la cafetería, estarían más revoloteando que ayudando.




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