Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO XXIV

NELLA

A media tarde, Olivia entró como siempre, con la bandeja del refrigerio. Té matcha para mí, café latte para ella. La costumbre ya se sentía como un ritual.

Esta vez no hubo ninguna nota colorida ni alguna frase que buscara provocar una sonrisa. Solo una tarjeta, con una única línea escrita con letra firme:

“Disfruta la tarde. —Noah”

Nada más. Ni un guiño, ni una broma privada, ni esa firma que últimamente se había vuelto parte de nuestro juego. Solo eso.

Me quedé un instante mirándola. No por lo que decía, sino por lo que no decía. No estaba coqueteando. No estaba empujando. Estaba dejando espacio.

Y aunque parte de mí agradece ese respeto tácito, otra parte —más terca, más herida— se sintió desplazada.

Lo entendí. No me gustó, pero lo entendí.

Sabía que había notado mi incomodidad. Sabía que había algo que no supe nombrar y que preferí no explicar. Y, quizás por eso, estaba esperando a que fuera yo quien volviera a abrir la puerta.

Y por primera vez sentí la necesidad de salir a buscarlo, sin permitir que mi razón gobernara mi actuar. Pero yo no era así.

Así que solo envié un mensaje con un simple:

“Gracias, Noah.”

Al finalizar la tarde, mientras caminaba hacia la sala de juntas del hospital, me repetía que no iba a quedarme callada.

Golpeé la puerta con firmeza. Dentro, me esperaban cuatro personas: el jefe de Recursos Humanos, la coordinadora del comité de ética, una representante médica y un abogado institucional. Todos con una sonrisa profesional. Todos perfectamente acomodados detrás de la mesa.

—Gracias por venir, doctora Antonella —dijo el de Recursos Humanos, señalando la silla frente a ellos.

No agradecí. Me senté. No estaba allí para hacerles sentir cómodos.

La coordinadora de ética tomó la palabra con una voz amable que parecía ensayada.

—Hemos escuchado con atención su declaración. Comprendemos que ha vivido una situación incómoda y valoramos que haya decidido traerlo al comité.

“Incómoda” se queda corto, pensé. Pero no la interrumpí.

El abogado tomó el relevo:

—Sin embargo, al no existir reportes formales previos sobre comportamientos similares por parte del colega en cuestión, no es posible abrir un proceso disciplinario interno. Estas situaciones requieren evidencia acumulada y múltiples reportes para que se activen los protocolos de intervención.

Ahí fue cuando hablé.

—¿Y cuál es el protocolo para que los reportes existan? —pregunté, sin suavizar el tono—. Porque si nunca se registran, nunca habrá múltiples reportes. ¿Dónde se deja constancia de este tipo de episodios?

Todos hicieron una pausa. El abogado carraspeó.

—Puede enviar un escrito formal al comité o al área de Recursos Humanos, describiendo con detalle lo sucedido. Quedará archivado en su expediente.

—¿Y en el expediente de él? —insistí.

Silencio.

—En principio, no. A menos que se abra un proceso oficial.

—Entonces, díganme qué pasos debo seguir para iniciar ese proceso —dije—. Porque esta es la primera vez que lo reporto, pero no ha sido la primera vez que ha ocurrido.

Los cuatro me miraron con la misma mezcla de incomodidad y cautela. No esperaban que fuera por ahí. Yo sí.

—Doctora Antonella —intervino la representante médica, con tono conciliador—, entendemos su malestar, de verdad. Y por eso queremos proponer un espacio de respiro. Sabemos que usted había solicitado asistir al congreso de neuropsicología en Madrid. Queremos facilitarle ese permiso remunerado como un gesto de reconocimiento a su labor y para que pueda tomar distancia por unos días.

Asentí. No porque estuviera satisfecha, sino porque no era momento de pelear todas las batallas.

—Entonces, espero en mi correo el procedimiento oficial para dejar registrado este y cualquier otro episodio. No pretendo olvidar lo que pasó. Y si vuelve a repetirse, tendrán más de un reporte sobre la mesa.

Me agradecieron por mi tiempo. Yo no lo hice.

Salí de allí con los tres días concedidos y con la certeza de que ellos no iban a protegerme. Pero podía empezar a protegerme yo.

Sin pensarlo mucho, salí del hospital, y mi mente comenzó a plantearse qué sería de mí si esto se convertía en una situación insoportable. Sabía que no permitiría el abuso, pero acababa de tomar la decisión de permanecer aquí, y estaba segura de que no quería volver a Madrid.

Había algo que me mantenía con la mente anclada aquí. Todo el camino de regreso a casa, mi cabeza giró en esa conversación: ¿cuáles serían mis opciones si tuviera que renunciar al hospital? Este era un tema que quizás debería hablar con María. Sentía que no era algo que me desestabilizara, pero de seguir escalando, podía convertirse en un tsunami capaz de arrasar con mi tranquilidad.

Llegar a casa y encontrarla vacía era algo que se estaba convirtiendo en una pequeña punzada cada vez que abría la puerta y me recibía la soledad. Y no porque no supiera estar sola —gran parte de mi vida la he pasado en soledad—, pero me hacían falta mis padres. Y hoy me descubrí preguntándome qué se sentirá llegar a casa y encontrarte con alguien que te espere, que comparta la cena, que te hable de su día. Alguien con quien abrazarte en la terraza mientras la hoguera nos calienta.




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