—¡Aaaaahhhhh!
Yari se despertó bañado en un mar de sudor. Todo estaba en calma. Aquella noche se había vuelto a repetir la pesadilla en la que los hombres de Kâish invadían su pueblo, quemaban su hogar y mataban a su padre y líder de Malist. Sin embargo, no se trataba simplemente de un mal sueño. La noche de la Destrucción, como se conocía entre las gentes de Malist, había sido muy real. Aquella noche, Yari, un niño asustado de siete años, había salvado la vida escondiéndose debajo de su cama y había jurado, entre cenizas y sangre, que vengaría a sus padres y a su pueblo.
Diez años después, Yari estaba más decidido que nunca a cumplir su juramento. Ahora, además, sabía la verdad, revelada por su abuelo materno:
«Tu madre vivía en Tel-Xaras, ciudad rival de Malist desde tiempos inmemoriales, donde no podía evitar cautivar a los hombres con su arrebatadora belleza. Uno de ellos fue Kâish, un militar ambicioso que, al no verse correspondido, forzó a tu madre hiriéndola para toda la vida. Tras la execrable acción mi hija logró escapar de sus garras. Juntos salimos de la ciudad, internándonos en las tierras interiores. Aquí en Malist fuimos acogidos. Pasaron siete apacibles años en los que tu madre conoció a tu padre y se enamoraron, teniéndote a ti y a tu hermana como fruto de su unión. Sin embargo, aquella tranquilidad no duró mucho. Kâish, que había alcanzado el puesto de Gran Líder de Tel-Xaras con apenas treinta años, descubrió que tu madre, la joven que había capturado su corazón y le había humillado rechazándole, había encontrado la felicidad en la villa rival. Cegado por los celos, Kâish marchó contra Malist, redujo todo a cenizas y capturó a tu madre, su verdadero objetivo. La noche de la Destrucción Kâish mató a tu padre por un amor sucio y cruel».
«Hijo, te he contado todo esto porque creo que ya estás preparado para conocer la verdad, porque considero que debes conocer tu propia historia y estoy convencido de que así lo habrían querido aquellos que más te amaron.»
Ahora Yari tenía diecisiete años y, tras la revelación de su abuelo, odiaba al hombre que le había arrebatado a sus padres con todo su ser. Pocos habían sobrevivido a la tragedia. Yari y su hermana Heiko habían salido adelante gracias a su abuelo y a sus vecinos. La villa, ahora reducida a una modesta aldea, se había recuperado bastante, aunque todos vivían bajo la sombra del tirano y se podía palpar la opresión en el aire. El imperio de terror creado por Kâish seguía creciendo y nadie parecía poder hacerle frente. Antaño, Tel-Xaras y Malist habían protagonizado innumerables disputas por el control de La Behetría, pero de aquella gloriosa resistencia tan solo quedaba una sombra. La actividad principal de la aldea era la pesca fluvial y Yari tenía que ayudar a sus vecinos en la labor.
—¡Yari, espabila y despierta a tu hermana! Tenéis que ir al río —le gritó su vecina por la ventana.
—Está bien, ya voy…
A Yari no le molestaba ir a pescar, pero su verdadera pasión era el dominio de la espada. Una tarde, mientras tomaban té de roca junto al fuego, su abuelo he había dicho: «La noche de la destrucción lo único que pude hacer fue recuperar la espada de tu padre para que un día pudieras blandirla contra nuestros enemigos.»
—Heiko, levántate… ¿Heiko?
Yari y su hermana siempre habían sido compañeros de juegos. Habían crecido juntos y sólo apoyándose mutuamente habían salido adelante, pero últimamente todo había cambiado. Ahora la hermana a la que solo sacaba un año se estaba convirtiendo en toda una mujer, y la relación con su hermano se había vuelto más difícil.
—Ya me he levantado —dijo Heiko desde la habitación contigua—. Espera un momento, me estoy aseando, ¿no puedo tener un poco de intimidad?
—Tranquila… hay que ver cómo estás últimamente. Bueno me voy, ya nos veremos en el río.
—Vale… —se oyó como respuesta.
Yari se dirigió al río Duil pensado en el extraño comportamiento de su hermana. «Me recuerda a cuando sangró por primera vez hace un par de años, ahí empezó todo.» Heiko se había asustado bastante y desde aquello se mostraba más reservada. En los últimos años los rasgos de su cara se habían vuelto más esbeltos y ya levantaba pasiones entre los jóvenes de la aldea. Yari continuó bajando por el gran camino que atravesaba de un lado a otro la aldea. Pasó junto a la antigua academia de combate. Llevaba abandonada y en ruinas diez años. «Algunas cosas no han cambiado tanto», pensó. Aquel edificio había entrenado a los valientes y experimentados guerreros que habían plantado cara a la hegemonía de Tel-Xaras… y pensaba reestablecer aquella institución. Pero ¿quién querría luchar contra Kâish? Los que habían nacido después de la Destrucción eran todavía niños y los que se encontraban en la plenitud de su fuerza y vitalidad tenían demasiado miedo. Yari había visto con sus propios ojos la ejecución de su padre y sus ansias de venganza le daban fuerzas para tener iniciativa, pero quizás era el único que pensaba así. «Ya estoy llegando, tengo que volver a la realidad.» Yari comenzó a descender hacia la ribera del Duil donde estaba su grupo de pesca. Norat ya había visto recompensados sus esfuerzos varias veces y tenía la cesta casi llena.
—¿Qué ha pasado, dormilón? Estas un poco pálido —comentó el muchacho.
—Si, he vuelto a soñar con «la noche».
—Ah…Bueno, no pienses también en ello ahora que ya estas despierto.
Norat era un chico optimista y, a lo largo de los años, se habían caído bien mutuamente, tanto que se habían hecho casi inseparables.
—¿Qué tal va la mañana? —dijo Yari señalando al río.
—Bien, ¿no ves la cesta? Llevo más que el bueno de Bradías —dijo divertido, señalando con mirada pícara a un anciano que miraba a las aguas del Duil refunfuñando con cara de pocos amigos.
Yari intuía que aquel día estaba especialmente feliz.
—¡Bien hecho, Norat! —felicitó Yari mientras cogía sus instrumentos.