Unos ruidos intermitentes salían de una sala de la Ciudadela de Tel-Xaras. El general Yulast se entrenaba y nadie osaba molestarle.
«Toc, toc, toc».
—Mi general Yulust, el líder Kâish le manda llamar.
—Pasa.
—Se le reclama inmediatamente en la sala del trono —dijo el mensajero mientras observaba la sala. Un montón de sacos de entrenamiento habían sufrido innumerables golpes y tajos. La mayoría estaban completamente destrozados y reducidos a un montón de jirones de tela y arena.
—Sabes perfectamente que está prohibido interrumpirme mientras estoy entrenando —susurró Yulast mientras se acercaba lentamente.
—Pero señor… sólo cumplo órdenes… —El mensajero no pudo acabar la frase. Su cabeza rodaba por el suelo y su sangre se mezclaba con la arena.
Habían pasado seis semanas y Yari estaba totalmente recuperado. La garra del lobo le había dejado una cicatriz bastante grande en el pecho en forma de estrella irregular. Aquella noche volvería a retarse con el Lobo Negro de Dun-Thi. «Esta vez todo será diferente», pensó Yari.
Norat se había levantado muy temprano y se dirigía hacia el campo de tiro. Desde la marcha de su amigo, no se había separado de su regalo y cada día mejoraba en su manejo. Antes y después de la pesca intentaba sacar tiempo para abatir incansablemente las dianas. Los demás jóvenes llegaban, entrenaban y se iban, pero algunas tardes Norat seguía hasta que se hacía totalmente de noche. Sin embargo, desde la visita del tal Yulast el asunto de la academia se estaba complicando cada vez más. «Espero que estés entrenando duro, amigo, porque aquí estamos arriesgando mucho». En los últimos meses, si aún era posible, se había enamorado todavía más de Heiko, aunque no tenía la certeza de que ella le correspondiese con la misma intensidad. Ella, pensaba, podría tener a cualquiera si se lo propusiese…
—¿Estás preparado Yari? ¡Bien! —dijo Dun-Thi mientras efectuaba el ritual.
Unos segundos después el enorme lobo negro surgía detrás del anciano y se alzaba ante el aprendiz.
—Volvemos a vernos —dijo Yari con frialdad.
El animal hizo una mueca de satisfacción y se abalanzó hacia su presa, pero el joven lo esquivó con una ligera finta y lo golpeó en el vientre con el bastón. El lobo aulló de dolor y arremetió con mayor precisión que antes, alcanzando a Yari en una pierna. Éste rodó por el suelo evitando las mortíferas zarpas y se incorporó de un salto. La herida de la pierna era superficial. La bestia aprovechó la ventaja y corrió hacia él con las fauces abiertas, pero Yari estaba preparado y girando lateralmente la golpeó con el bastón a la altura de la ceja izquierda. El lobo quedó algo aturdido unos segundos, sangraba abundantemente. Yari se movía en círculos mientras preparaba el golpe final. La fiera, rabiosa y medio cegada por la sangre, se abalanzó hacia el aprendiz una vez más. Cuando estaba a un par de metros Yari saltó todo lo que pudo y justo cuando el lobo estaba girando la cabeza hacia arriba, lo golpeó entre los ojos con todas sus fuerzas. La criatura cayó desplomada. Yari se apoyó en el bastón mientras veía como su contrincante se disipaba dejando tras de sí un fino polvo negro.
—¡Magnífico! Ha sido un combate excelente, muchacho. Mañana empezaremos con la fase final del entrenamiento.
El abuelo de Yari se había hecho cargo del traslado. Meditaba profundamente mientras veía como llegaban los rastreadores.
—¿Qué habéis visto?
—Hay varios grupos de espías en las colinas de alrededor. Han cortado el camino del oeste y también vigilan la ribera este del Duil. El único sitio fuera de su alcance es la parte más frondosa del bosque y los senderos hacia el pico Vidrio al sur.
—Buen trabajo, muchachos. Las cosas se están poniendo feas. No dudarán en atacarnos si les damos un motivo —dijo el anciano reflexivo.
«Habrá que hacer turnos de instrucción más prudentes y sólo al cobijo de la noche».
—¿Me ha mandado llamar, mi señor? —susurró la figura encapuchada.
—Así es, general, acompáñame —dijo la sombra mientras bajaba del trono y se dirigía hacia una sala contigua más pequeña.
Su postura altiva aunque elegante no dejaba duda alguna sobre su carácter. Los sirvientes se encogían a su paso y en sus caras había más miedo que respeto.
—Nuestro ejército cuenta con una disciplina envidiable, ¿cierto? —dijo Kâish mientras llenaba dos vasos de un líquido rojizo de reflejos dorados. El Gran Líder ofreció una copa al encapuchado.
—No bebo, gracias —dijo el general.
—¡Por favor, Yulast! Humedece tu seca garganta con el mejor licor de miel de La Behetría. —Su cínica sonrisa rivalizaba con la actitud siniestra del encapuchado—. Está bien, como quieras —dijo apartando la bebida—. Controlamos toda la región costera e interior hasta las Montañas Sombrías por el norte, el Mar de Falumbar por el oeste, las Llanuras Pedregosas por el sur y… —enumeraba el líder señalando en un mapa con sus largos dedos los diferentes puntos— …los Cinco Reinos por el este. ¿No es admirable?
«¿Sabes cuánto es esto?», preguntó señalando el mapa de La Behetría. «Cuarenta y seis millas de territorio dominado».
—En apenas diez años, mi señor, es un gran logro.
—Mi querido Yulast, Tel-Xaras no era más que una ruinosa villa de mercaderes y usureros que no osaban alzar la vista más allá de las murallas. En tiempos del Gran Líder Sabri el interior estaba en manos de Malist, los Cinco Reinos amenazaban de vez en cuando incluso el control del Gran Camino, y cada día se esperaba la invasión de algún pueblo del desierto o allende el mar… Pero ahora se ha convertido en la capital de un imperio, y un imperio decae cuando deja de expandirse. La solución pasa por seguir conquistando hacia el este pero… ¡¿Cómo lo vamos a hacer si todavía no hemos aplastado la rebelión al oeste de Malist?! —dijo Kâish dando un puñetazo en la mesa.