"Hoy me toca de nuevo ir a casa de los abuelos, ¡qué bien! Ya tenía muchas ganas de verlos", pensó mientras estaba sentada en el coche mirando la nieve caer por la ventana.
— Hija, ¿estás bien abrigada? — preguntó su padre, que iba conduciendo.
— Sí, papi — respondió ella con entusiasmo.
— Recuerda portarte bien y no hacer enojar a los abuelos — le recordó su madre, que estaba pelando una manzana.
— ¡Lo haré! — gritó, levantándose del sillón y moviendo el puño en el aire.
— ¡Rorona, siéntate ya! — le dijo su madre.
— ¡Sí, mamá! — dijo, bajando rápidamente al asiento.
— Ya estamos llegando — comentó su padre.
Después de un rato por fin llegaron. Sus abuelos la estaban esperando en la entrada de la casa.
— ¡Abuelitos! — gritó Rorona, saliendo rápidamente del coche.
— Mi pequeña Perovskia atriplicifolia — dijo su abuelo con una sonrisa.
— ¿Qué es eso? — preguntó Rorona, frunciendo el ceño.
— Tu abuelo y su afición a las plantas — dijo la abuela, riéndose. — Hola, mi vida.
— ¡Abuelita! — gritó ella, abalanzándose sobre su abuela y abrazándola con fuerza.
— Entren, están en su casa — dijo el abuelo, haciendo un gesto de bienvenida.
— Con permiso — dijeron los padres, sonriendo mientras seguían a Rorona.
Rorona no podía contener su emoción y empezó a corretear por toda la casa, explorando cada rincón.
— ¡Es enorme! — gritó ella mientras subía y bajaba las escaleras.
— Rorona, ten cuidado, eh. Que te conozco — le advirtió su madre, suspirando. — Lo siento mucho — dijo dirigiéndose a los abuelos.
— Es normal, es su primera vez aquí — respondió el abuelo riéndose. — Déjala que disfrute.
El abuelo se llevó al padre al jardín, al invernadero, mostrando su gran colección de plantas y flores que había cultivado con tanto esmero.
— Rorona, ven a ver la colección de tu abuelo — gritó él desde el jardín.
— ¡Siii, colección! — respondió Rorona, corriendo hacia afuera.
Mientras tanto, la abuela y la madre de Rorona se sentaron en la sala.
— ¿Cómo ha estado Rorona? ¿Se ha adaptado bien? — preguntó la abuela, con una mirada preocupada.
— Sí, muy bien... aunque las clases no han sido fáciles. Sus notas son bajas — confesó su madre, con un suspiro, poniéndose las manos en la cara. — No sé si lo estoy haciendo bien.
— Debe ser difícil para ella. Está en un lugar nuevo y desconocido. Dale tiempo — dijo la abuela, acariciando suavemente el hombro de ella.
Mientras tanto, Rorona corría de un lado para otro en el invernadero, maravillada con cada planta.
— ¡Este lugar es increíble! — decía mientras olfateaba una planta que captó su atención. — ¡Qué bien huele!
— Esa es una Helichrysum italicum, también conocida como planta de curry — explicó el abuelo con orgullo.
— Helichu… italum… — intentó repetir Rorona, trabándose con las palabras.
— Jojojo, casi, pequeña — rió el abuelo, disfrutando de la curiosidad de su nieta.
— Abuelito, ¿te sabes los nombres de todas las flores? — preguntó ella con ojos llenos de admiración.
— Por supuesto, Rorona. Cada planta tiene una historia y un nombre especial. Y algún día te enseñaré todos — dijo él, sonriendo mientras le revolvía el cabello.
"Su pelo plateado es igualito al de su madre", pensó el abuelo, observando a Rorona mientras corría por el jardín. "Y esos ojos violeta son como los de su abuela. Y tiene la misma nariz de su padre… De mí no ha sacado nada", pensaba, frunciendo el ceño y haciendo una mueca extraña mientras la miraba.
— Abuelito… — dijo Rorona, deteniéndose y notando la expresión rara de su abuelo. — ¿Por qué me miras así?
El abuelo se puso de rodillas frente a ella, con una mezcla de emoción y tristeza.
— N-nieta mía, no te pareces en nada a tu abuelo — dijo, fingiendo llorar y llevándose las manos a la cara, como si fuera un gran drama.
Rorona lo miró con preocupación y luego intentó consolarlo, abrazándolo con fuerza.
— ¡Ya está, abuelito! No llores… De ti… de ti… yo saqué… — Rorona se quedó pensando, mirando a su abuelo y tratando de encontrar algo que tuvieran en común, pero no se le ocurría nada.
El abuelo la miró y, al ver su carita preocupada, no pudo evitar sonreír.
— ¿De mí qué? — dijo él, riendo un poco.
— ¡De ti saqué el humor! — dijo Rorona, haciendo una mueca chistosa y sacándole la lengua.
— ¡Ay, mi nietecilla! — exclamó el abuelo riendo, mientras la subía a sus hombros y la paseaba por el jardín.
— ¡Ya nos vamos, Rorona! — llamó su madre desde la puerta de la casa, con las llaves del coche en la mano.
El abuelo la llevó cargada para que se despidiera, bajándola con cuidado para que pudiera abrazar a sus padres.
— Pórtate bien, ¿eh? — dijo su madre, dándole un besito en la frente.
— Te quiero, hija mía — añadió su padre, revolviéndole el pelo con cariño.
— ¡Os quiero, papis! — respondió Rorona, sonriendo de oreja a oreja mientras los veía subir al coche.
Sus padres se marcharon, y ahora estaban solos ella, su abuela y su abuelo.
— ¿Qué quieres comer? — preguntó su abuela, ya pensando en preparar algo especial.
— ¡Quiero Pochili! — respondió Rorona emocionada.
— Pues iremos a comprar lo necesario para hacer… Pochili — dijo la abuela, divertida.
— ¡Sí, sí, Pochili! — exclamó Rorona, aplaudiendo.
Los abuelos se fueron a comprar, y Rorona, emocionada por la libertad, decidió explorar cada rincón de la casa y el jardín. Revisó armarios llenos de recuerdos, tocó las hojas suaves de las plantas y miró con curiosidad las fotos antiguas en las paredes. Pero, al terminar con todo lo que había dentro, su atención se desvió al bosque que se extendía detrás de la casa, un lugar misterioso y lleno de promesas de aventura.
— ¡Qué enorme! — exclamó al ver los árboles altos y frondosos. — Si me pierdo, me van a pelear… — murmuró, dudando un momento. — Bueno, no iré muy lejos — se dijo, tomando una decisión, y empezó a adentrarse en el bosque con pasos cuidadosos.