– ¿Estás segura de que Max puede venir con nosotras? –Bridgeth y Aubrey caminaban lado a lado por una de las más concurridas calles de Brooklyn mientras un lindo Husky de pelaje blanco y ojos como el mismo cielo se balanceaba entre ellas, moviendo la cola y lamiendo la mano de Bridgeth cada tanto.
–Por supuesto que sí, Brid. He visto a varias personas en compañía de sus mascotas en ese café. Además –La chica acaricio con cariño la cabeza del perro y este recibió encantado el cariño, apegándose a ella–, ¿cómo podríamos dejar a esta hermosura de perro solito en casa?
Max era un cachorro de Husky, acababa de cumplir 8 meses. Su padre lo había comprado como regalo de aniversario, pero luego de los hechos del último mes, Max era suyo y estaba bajo su responsabilidad. Cuando Aubrey pasó a su casa para buscarla, Max fue quien la recibió en medio de ladridos, lamidas cariñosas y movimientos de cola –así como una tormenta de pelos que seguía presente en la ropa de ambas chicas–. Aubrey había insistido en llevarlo con ellas, y aunque Bridgeth se había negado al principio, la pelirroja logró convencerla con algo sobre “un perro feliz, un hogar feliz ¿y que hace más feliz a un perro que tener un hueso? ¡Exacto! Pasear con sus personas favoritas” y lo cierto es que Bridgeth no quería negarle nada a la pelirroja, no si eso lograba generar la hermosa sonrisa que ahora podía ver en su rostro. Aubrey las conducía a The Iris coffee, una hermosa cafetería que ofrecía un servicio excelente junto a la hermosa vista del puente de Manhattan. Aubrey amaba esa cafetería y el ambiente calmado que le ofrecía, la había descubierto junto a su madre en una tarde de otoño hace casi dos años y desde entonces era su favorita; nunca había invitado a nadie a acompañarla, pero sentía con Bridgeth cierta conexión que le hacía desear revelarle cada uno de sus secretos, mostrarle cada parte de su ida… y eso le aterraba.
–Entonces… ¿”El café de Iris”? –La voz de Bridgeth rompió el silencio que las envolvía, la chica miraba las hojas rojizas que caían de las ramas de los árboles.
–Sí, tienen el mejor cappuccino de la zona y sus galletas de arcoíris son mis favoritas.
–Será mejor que estés dispuesta a compartirlas con Max, le encantan las galletas –En ese momento, las dos sostenían la correa de Max, rozando sus manos. Sin darse cuenta, se detuvieron junto a uno de los árboles que bordeaban la calle y una de las hojas cayó sobre la cabellera suelta de la pelirroja–. Y no es al único que le gustan –Afirmó Bridgeth mientras estiraba su mano para retirar la hoja, inclinándose un poco en dirección a la chica de mejillas sonrojadas.
–Bueno, siento que podría compartir cualquier cosa contigo –La voz de Aubrey llegó apenas como un susurro a los oídos de la dueña de los ojos azules frente a ella, la cual sonrío antes de empezar a caminar de nuevo con un leve tono rosáceo en sus mejillas. Esta salida no iba a ser fácil.
Bridgeth tuvo una crianza como la de cualquier otro, con sus lecciones sobre creencias y moralidad que solo hacían que se confundiera más y más. Desde pequeña había estado confundida sobre muchas cosas, sus gustos, sus aficiones y sobre todo: sus sentimientos. Desde pequeña le habían enseñado que ese “sentimiento” que le surgía cada vez que estaba con Aubrey estaba mal, era antinatural y no podía permitirse sentir de esa forma. Había estado huyendo de eso durante años, manteniéndose aislada por no querer decepcionar a sus padres o a su familia, pero la verdad… estaba cansada de eso, ya no quería seguir escondiendo quien era por miedo a lo que su familia podría pensar de ella. Quería amar y ser amada, sentir ese sentimiento en su pecho que la embriagaba de felicidad cada que veía a la chica que la acompañada, sentir libre y sin culpas. Aún tenía mucho por descubrir de este nuevo mundo que le abría las puertas y esperaba lograr hacerlo ahora que iniciaba su vida en Brooklyn. La campana sonó en cuanto Aubrey abrió la puerta del café Iris, sacando a Bridgeth de la ensoñación de sus pensamientos. Max entró por delante de las chicas, eligiendo por ellas la mesa al lado de la ventada que ofrecía la vista directa al puente de Manhattan.
–Pide lo que gustes, Brid. Hoy invito yo –Dijo la chica de relucientes ojos esmeralda, sentándose junto a su amiga en el mullido sofá azulado que daba la espalda a la tienda, permitiendo que Max ocupase su lugar frente a ellas, con el paisaje citadino decorado por el puente que veían al fondo–, estaré encantada de pagar porque pruebes las mejores galletas arcoíris de la historia.
Bridgeth dejó su teléfono en la mesa, justo al lado del que Aubrey había estado sosteniendo en sus manos hasta hace un momento. Tal acción hizo que las manos de las chicas se rozaran levemente, generando cierta corriente que recorrió el cuerpo de ambas, impidiendo que compartieran el toque de sus pieles por más tiempo. A Aubrey le encantaba ver el tono rosáceo que adquiría la piel de su compañera cada que se avergonzaba por algo y Bridgeth tenía miedo de asumir sus sentimientos, pues ella otorgaba el sonrojo de la otra al reflejo del sol en su brillante cabello carmesí.
–Me encantaría probar esas galletas y un frappé de Oreo no estaría mal.
–Vale, espérame aquí en lo que hago nuestro pedido. ¿Crees que a Maxi le gusten las galletas arcoíris o debería pedir algo más para él? –Indagó la pelirroja mientras acariciaba la cabeza de su peludo amigo, recibiendo una muy característica sacudida de cola como respuesta.
–Estoy segura de que estará encantado con cualquier cosa que le des, Aubrey –Los ojos esmeraldas de la chica brillaron cuando sonrió como respuesta antes de dirigirse junto a la mujer que se movía ágilmente detrás de las vitrinas y la caja del café para hacer su pedido–. Max, ¿crees que ella sea la correcta?