Al despertar sólo sintió dolor, en todo el cuerpo, como si hubiese rodado ladera abajo, pero no tenía ni una herida, excepto el arañazo en el brazo que le había hecho, el día que lo había atrapado, el lobo que tantas gallinas le había matado. No era frecuente que las alimañas se acercasen de aquella manera a zonas habitadas, ni que atacasen animales de granja, o por lo menos que estuviesen al abrigo de viviendas. Había sido difícil cazarlo, preparar una trampa en la que irremediablemente cayese, era un bicho muy inteligente. Miró la costra y la vio bien, en proceso de curación, no había infección. No recordaba nada, por él había dormido toda la noche de un tirón, pero tenía una sensación extraña, como si hubiera pasado mucho tiempo y él no lo hubiese vivido. Era capaz de percibir con una sensibilidad extrema lo áspero de las sábanas, el olor a estiércol, podía escuchar los mugidos del ganado en el establo, crujir los maderos de la casa dilatándose con el calor. Al intentar reincorporarse le vinieron náuseas, percibió un regusto salado en el paladar. Estaba desnudo. Fue descubriendo la ropa que se había puesto la noche anterior hecha jirones por toda la casa, la puerta principal estaba abierta. Todas las sensaciones le resultaban extrañas, hasta su propia piel, todo lo veía distorsionado, como si estuviera borracho aún.
No desayunó, ese sabor extraño en la boca y las arcadas le habían quitado el apetito, así que se fue directamente a ordeñar las vacas. Todo el día estuvo con sus labores habituales, las gallinas, la huerta, mantenimiento, no paró ni un minuto, pero no lograba concentrarse en lo que estaba haciendo, constantemente su mente volvía a interrogarse a sí misma sobre lo que hubiera podido suceder la noche anterior. El único momento en el que consiguió quitarse de encima la duda fue cuando visitó la tumba de María, como hacía cada tarde desde aquel día, hacía ya once años, en el que al carro se le había soltado el freno arroyándola, llevándosela de su lado. Era tan joven, tan bella, tan dulce… Nunca más volvió a mirar a mujer, ninguna estaría jamás a su altura, ni a tocarla, excepto cuando iba al pueblo a hacer alguna compra y se dejaba caer por casa de Trinidad, viuda como él, entrada en carnes y años. Los dos se daban un alivio sin tener que dar explicaciones ni pedirlas. Y después de cada visita, y de bañarse, siempre iba a visitar al María para pedirle perdón y explicarle por qué lo había hecho. “Es que me has dejado muy solo y…, bueno, uno es un hombre, tiene sus necesidades.”
Cuando por la noche se sentó delante de la hogaza que él mismo había cocido y un cuenco de leche, cayó en la cuenta de que no había comido nada en todo el día, ni siquiera había bebido agua. Tampoco es que ahora tuviese hambre, pero no podía meterse en la cama con el estómago vacío. “Si no cenas tendrás pesadillas” le había dicho siempre su esposa antes de obligarle a echarse un bocado, para después regalarle una noche de amor y pasión; en más de una habían visto amanecer retozando. Lo que el cuerpo le pidió no fue pan sino vino, la sangre de Cristo le resultaba más reconfortante en ese momento, y sació su sed de olvido con demasiado alcohol. Se dio una última vuelta, tambaleándose, por los corrales y el gallinero para comprobar que estaba todo en orden, se aseguró de cerrar la puerta de la casa y se metió en la cama. Pensó que le costaría dormir con todo lo que había pasado, o lo que él suponía que debía haber sucedido y desconocía, pero cayó rendido apenas se tumbó sobre el jergón y reposó la cabeza que dejó de darle vueltas.
Como cada mañana, el creciente sol entró por la ventana dándole de pleno en la cara; despertó. Otra vez aquellos dolores, como si hubiese habido estado trabajando como un mulo la noche anterior; sólo se había sentido así de machacado cuando habían comprado la tierra y habían puesto en marcha la granja. Habían sido meses duros, huerta, animales, construir la casa, los establos, todo al mismo tiempo, jornadas maratonianas, pero entonces había contado con la bendita ayuda de María. No es que sin ella no lo hubiese podido hacer, es que sin ella no habría tenido motivo para hacerlo. Todo había venido de su cabeza, hasta dónde colocar la casa que, a pesar de que sus vecinos le habían dicho que era el peor lugar, estaba en lo alto de la colina porque ella quería verse como una reina en su castillo y poder abarcar con la vista todos sus dominios, los confines de su reino. Él había reído “¿qué reino?”, a lo que ella le había respondido “el que tú y yo construyamos juntos”, para después hundirse entre sus brazos y dejar que la mirada viajase por los valles y bosques que reposaban a sus pies. Qué razón tenían los parroquianos, si la casa no hubiera estado en alto nunca hubiese ocurrido el accidente del carro.
De nuevo sintió las náuseas y el sabor extraño, otra vez estaba desnudo, la ropa destrozada y desparramada por la casa, volvió a encontrar la puerta abierta, una vez más se sintió extraño en su propio cuerpo. Esta vez se aseguró de no tener ni un rasguño, y así era; corrió al zaguán, se subió hasta el borde del bidón de agua en el que se bañaba una vez por semana y dejó que su reflejo le mostrase las marcas de lo que fuera que hubiese pasado, pero la piel no mostraba ni una rozadura, ni la más ligera rojez. Fue entonces cuando descubrió la puerta del gallinero fuera de quicio y un reguero de plumas que salía de dentro. Corrió hasta la entrada para descubrir que en su interior no quedaba ni un ave viva, todas destrozadas, pedazos cubiertos de sangre desperdigados por todas partes. Halló huellas con cuatro garras en el barro, iguales a las de un lobo, pero de un tamaño descomunal. “Parece que había más de una alimaña”, pensó. Tendría que ir al pueblo a comprar más animales, sin huevos no se podía quedar. Sintió un gran alivio al pensar que quizás esa sensación de haber estado dormido, pero en alerta, se había debido al ruido que el bicho había debido producir durante la noche, no tan fuerte como para despertarle, pero lo suficiente como para alterarle el sueño, y posiblemente había ocurrido lo mismo la anterior, ya el can debía haber estado rondando la casa.