Lobo

Capítulo 2

 

Brillaba un sol tibio, una ligera brisa movía el aire, era un día perfecto para la colada. Trini acababa de llegar del río cargada con el cesto de ropa que refulgía a limpio, inundaba el aire con perfume a jabón y a trabajo de manos y espalda, y tendía las prendas en las cuerdas que unían dos postes de madera con forma de cruz. A lo lejos, en el camino que salía del pueblo hacia los cerros, pudo distinguir una figura humana que se alejaba. Se protegió la vista con el dorso de la mano; parecía Tomás, juraría que era Tomás, aquella forma de caminar… Sintió una punzada de desconcierto, no entendía por qué no había pasado a visitarla, como cada vez que se acercaba al pueblo. De su mente salió un engaño necesario para no perder la paz interior: no era él. Siguió, por tanto, con la colada tratando de ignorar el hecho de que había la posibilidad de que sí lo fuera, de que se estaba mintiendo a sí misma. Terminó con la ropa y se adentró en la casa donde le esperaba la tarea de cocinar para ella sola, siempre para ella sola.

Una voz llamó desde la puerta: ¡Doña Trinidad! ¿Quién había entrado en el jardín? ¿Cómo no se había enterado? Se alongó desde la cocina embadurnada en harina. Jacinto, el tabernero, oteaba desde la entrada el interior de la vivienda buscándola, suponía ella, pero sin dar con su ubicación exacta; era la primera vez que venía a su casa. ¿Qué estaría buscando?

- ¿Quién va? – salió de la cocina mal limpiándose las manos en el delantal.

- Buenas tardes, doña Trinidad. – sonrió mostrando sus dientes manchados de nicotina y mal colocados.

Algo le producía repulsión en aquel hombre, su actitud. Trataba con él lo estrictamente necesario, poco más que adquirir en la venta los productos que pudiese necesitar. No podía ni debía olvidar toda la ayuda que le había proporcionado cuando el fallecimiento de su difunto esposo, él habló con el cura para la misa y la tumba, organizó el sepelio…, pero ya entonces temió que algún día tuviese que pagar los favores, ahora tenía la certeza de que ese momento había llegado.

- ¿Qué puedo hacer por usted? – la tosquedad se le escapó entre los labios como un escudo ante la agresión que escondían los modales del orondo hombre.

- Perdón si la importuno. Pasaba por aquí y me ha parecido una buena idea para a saludarla. Me he permitido traerla un presente. – mostró sus manos que portaban un paquete bastante plano atado con unos cordoncillos de color celeste.

- Se lo agradezco, pero no tenía que haberse molestado. – forzó una sonrisa que en absoluto simuló ser sincera ni sentida. ¿Pasar por allí? Si nunca salía de la venta. ¿Con un presente? Qué casualidad.

Se le acercó y recogió el paquete de sus manos. Jacinto aprovechó la extrema proximidad de ambos para acariciar casualmente la mano de la mujer con uno de sus dedos. Ella, a duras penas, pudo esconder el escalofrío que recorrió su cuerpo, la repulsión le lleno la mirada. Por cortesía, no podía ser de otra forma, apoyó el paquete que desenvolvió; era una tarta de manzana.

- ¿Le apetece catarla? – el hombre continuó sonriendo, aunque sus movimientos nerviosos e involuntarios dejaban patente su inseguridad.

- Don Jacinto, no se ofenda. No es que no le agradezca el agasajo, pero me pilla bastante liada. Justo ahora estaba cocinando y no puedo dejarlo a la mitad si no quiero echar a perder la comida, usted mejor que nadie sabe lo caro que está todo, y yo… bueno, no es que nade en la abundancia precisamente. – la tormenta estaba a punto de estallar, pero no iba a claudicar, aun sabiendo que, hiciese lo que hiciese, saldría perdiendo.

- Bueno, no tiene por qué pasar necesidades. – ahí le presentaba la factura por los servicios prestados. – Si usted quisiera…

- Gracias, de nuevo. – le interrumpió. – Creo que de momento me las apaño muy bien, gracias. 

- Sólo le digo que…, si lo pensase…

- ¿Qué tengo que pensar? ¿Acaso no me cree capaz de salir adelante sola? Me está ofendiendo.

La actitud del tabernero cambió de exageradamente cordial a totalmente hosca, casi agresiva, su cara mudó a un rictus de ira y comenzó a enrojecerse, parecía a punto de echar espuma por la boca.

- ¿Me estás rechazando? – ella le miró desafiante. - ¿Acaso no soy lo bastante hombre para ti? – se forzó a dulcificar las formas. – Conmigo no te faltaría de nada.

- No necesito nada de ningún hombre, y menos de usted. Haga el favor de irse de mi casa. – se mostró inflexible, no debía dudar, no podía mostrar el mínimo resquicio de inseguridad o perdería la batalla.

- Es por él, ¿no? – ante la cara de sorpresa de ella atacó con todas las armas. – Sé que te ves con Tomás, lo sabe todo el pueblo. Todos saben que eres una puta. Yo podría darte todo lo que te da él y limpiar tu nombre. ¡No te atrevas a rechazarme!

Alarmada por el cariz que habían tomado los acontecimientos dudó por un segundo sobre qué hacer. Al instante lo tuvo claro. Recogió de la mesa la tarta y se la estrelló en el pecho.

- ¡Váyase de mi casa! ¡¡Ahora mismo!!

El alcalde dejó que la tarta se escurriera hasta el suelo y sacudió los restos que se habían quedado pegados a la camisa, y lo hizo con una tranquilidad pasmosa, como si se le hubiesen ido los malos humores del cuerpo de un plumazo.




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