Lobo

Capítulo 3

La leña ardía furiosa en el hogar, más por iluminar la estancia por la oscuridad de la noche, que ya había caído fuera, que por calentar de un frío que no hacía. Lámparas de aceite colgaban de las vigas intentando alumbrar aquellos rincones que la chimenea no alcanzaba. Todo esto, junto con hombres fumando en las esquinas, cargaban el ambiente de la diminuta taberna en la que la venta se transformaba cada tarde para intentar sacarle algo más de rédito. Todos estaban expectantes por saber para qué se les había convocado, cosa nada frecuente; normalmente, Jacinto aprovechaba que tarde o temprano todo parroquiano pasaba por la tienda, para preguntarles sobre las cuestiones del pueblo, influyendo en sus decisiones al tratarlos de uno en uno, generándoles la impresión de que su palabra era importante, y evitándose al mismo tiempo enfrentarse a la masa que podría revelarse si pensaba por sí misma. Que el asunto era grave quedó patente cuando el cura irrumpió en el local. “¿Usted sabe de qué va todo esto, Padre?”, preguntó uno de los parroquianos. Un leve movimiento negativo de cabeza fue toda la respuesta; el sacerdote se sentó a una mesa que dos hombres le dejaron libre.

Cuando el alcalde estuvo seguro de que todo el mundo estaba atendido, y todas las consumiciones cobradas, el dinero era su auténtica religión, comenzó el discurso.

- Os he pedido que vinierais para hablar sobre los animales que os han desaparecido. – dijo tras un carraspeo para aclararse la voz, y para llamar la atención de paso. – Todos habéis tenido pérdidas, algunos incluso de ovejas.

- Fue un lobo. – gritó una voz desde la oscuridad.

- ¿Quién lo dice? – preguntó el tabernero intentado averiguar a quién pertenecía la voz.

- Tomás “el raro” lo comentó el otro día. – alegó uno de los de la primera fila, todos se rieron al escuchar el mote. – Dice que lo ha matado.

- ¿Tú lo has visto? – le interrogó de frente, mirándole directamente a los ojos.

- ¿A Tomás?

- ¡Al lobo! – tuvo que contenerse para no llamarle idiota a la cara.

El hombre se encogió de hombros.

- ¿Alguno se ha parado a pensar en cuándo ha sucedido todo? – un silencio grave inundó la estancia, los más adoptaron el gesto de grandes deliberaciones.

- A mí me mató dos ovejas hace poco más o menos un mes – alegó Juan “el clemencio”.

- ¡Casi un mes! – ratificó Jacinto acompañando un ademán de que esa era la respuesta que esperaba. - ¿Y a ti, Eliseo? ¿Cuándo te mataron las gallinas?

- A mí hace más.

- Síiii, hace más. ¡Casi dos meses!

El silencio se acentuó en la venta, nadie, ni siquiera el cura, entendía a dónde quería llegar el tabernero.

- ¿Es que nadie se da cuenta? – simuló la decepción, sabiendo él que aún no había dado las pistas necesarias para que llegaran a la conclusión a donde les empujaba. Tenía que irse con tiento, debía parecer que eran ellos los que elucubraban por sí mismos. - ¿Padre?

- ¿A dónde quieres llegar, Jacinto? – a él no había logrado sobresaltarle con sus interrogaciones, aleatorias a priori, de sobra él sabía que el alcalde no daba puntada sin hilo.

- Todos los que habéis perdido animales habéis acudido a mí solicitando reemplazo. – comenzó a pasearse lentamente entre la multitud, pero ignorándolos, como si disertara en voz alta. – Soy el que siempre os ha facilitado todo aquello que necesitabais, u os puesto en contacto con aquel que lo poseía. Por eso siempre he estado al tanto de lo que pasaba. Creedme, nunca hasta ahora las alimañas habían atacado a tantos. Me pareció raro y he hecho memoria de cuándo sucedió cada episodio, y me he dado cuenta de que los ataques siguen un patrón, ¡se dan durante tres días cada mes! – miró fijamente a los ojos a los de alrededor con gesto que pretendía asustar.

- ¿A dónde quieres llegar, Jacinto? – repitió el sacerdote con un gesto de hastío.

- ¿Es que nadie más se da cuenta? – recorrió con su gesto interrogativo toda la sala buscando una respuesta afirmativa, sabiendo que no la encontraría. Comenzó la siguiente frase con los ojos muy abiertos, como si le diese miedo lo que estaba pensando, para terminarla con casi un alarido. – Todos los ataques coinciden con ¡luna llena!

Un murmullo de estupor inundó la sala. Todos empezaron a hablar con el hombre de al lado intentando averiguar si lo que decía el ventero tenía sentido, contrastando la información que tenían para intentar llegar a la misma conclusión. Jacinto los observaba con la satisfacción de haber logrado lo pretendido reflejada en su rostro; había tenido que ser más directo de lo que hubiera sido prudente, pero aquellos hombres eran de cortas entendederas y no podía ponérselo demasiado difícil o se perderían en los vericuetos de sus intrigas. La mitad del trabajo ya estaba hecho, o eso creyó hasta que rugió la risa del cura.

- ¿Qué le hace tanta gracia, Padre? – no pudo esconder su descontento.

- Nada, nada, hijo. – y siguió riéndose un rato más. – Ya veo a dónde quieres llegar y lo encuentro ridículo. – el resto de los pueblerinos asistían desconcertados a la conversación entre aquellos dos hombres de letras, no entendían lo que pasaba.

Aquel viejo con faldas le iba a estropear el plan. Tenía que deshacerse de él. Pero tenía que ser más cuidadoso, no era tan estúpido como el resto de los aldeanos, con él había que ser sagaz y más inteligente.




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