Las fiestas nunca fueron lo mío. Mucho menos las que son en medio de un bosque, rodeadas de niebla, con más alcohol del que unos adolescentes deberían beber y con menos sentido común del que necesitarían.
Y sin embargo, ahí estaba yo, con los brazos cruzados frente a una fogata, la capucha de mi sudadera tapándome media cara, y rezando mentalmente para que nadie intentara hablarme.
A unos metros, Alison —mi mejor amiga desde siempre— saltaba al ritmo de la música con una cerveza en la mano y una sonrisa que parecía sacada de un anuncio de vida perfecta. Y, por un segundo, me mordió la envidia.
A veces me gustaría parecerme un poco a ella.
La vida se ve más fácil cuando no te cuesta ser espontánea y extrovertida. ¿Cómo será sentirse así? Me gustaría experimentarlo, solo por curiosidad.
—Aya, por favor —me había dicho antes, cuando todavía estábamos en mi casa después de una maratón de Anatomía de Grey—. Una noche, solo una, para salir juntas.
Me dio lástima. Siempre le decía que no. Así que, esta vez, vine.
Pero ya llevaba una hora sentada, escuchando conversaciones ajenas —que ni me importaban ni me interesaban— y había llegado oficialmente a mi límite. Me aseguré de que Alison estuviera lo bastante entretenida —la vi coqueteando con un chico de último año, así que... sí— y me deslicé fuera del epicentro de la fiesta sin hacer ruido.
A cada paso, la música se fue apagando hasta quedar como un murmullo lejano mientras me adentraba en la parte más frondosa del bosque. No tenía un destino. Solo caminaría hasta cansarme o hasta que Alison me escribiera para decirme que era hora de volver a casa.
Caminé.
Y caminé.
Hasta que los árboles se volvieron tan altos y tan cerrados que apenas había luz. Probablemente era el momento perfecto para sacar la linterna del teléfono. Rebusqué en los bolsillos de la sudadera, pero entonces, un sonido a mi espalda me dejó helada.
Un crujido.
Como de una rama al romperse.
Mi estómago dio un vuelco.
Y luego sonó de nuevo.
Contuve el aliento y me giré.
—¿Hola? —pregunté, sin pensar en que tal vez no quería una respuesta.
Forcé la vista entre las sombras y, aunque apenas distinguí algo, juraría que una figura se movió.
Di un paso adelante. Porque, claro, lo lógico es acercarse cuando las cosas suenan mal.
Quizá solo era una pareja que también había escapado de la fiesta para estar solos. No sería raro.
Nadie respondió, así que saqué la linterna.
Y entonces lo vi.
Un chico.
Encorvado, desnudo y cubierto de sangre.
La piel sucia y arañada. El pelo oscuro, enmarañado y cayéndole sobre los ojos. Ojos que me miraban como si yo fuera la amenaza. Incluso retrocedió cuando me acerqué un poco, tropezando y cayendo de rodillas. Su cuerpo temblaba.
Nos quedamos mirándonos. Sin hablar. Sin movernos.
Yo congelada en mi sitio. Él temblando en el suyo.
Y por algún motivo, ninguno de los dos huyó.
Hasta que, de pronto, se desplomó.
Así. Sin más.
Y yo me quedé ahí, de pie, en medio del bosque, mirando a un chico ensangrentado desmayado a mis pies.