“He luchado en vano. Es inútil. No puedo ahogar mis sentimientos. Usted me permitirá que le diga en qué forma tan apasionada la admiro y la amo.”
Esta frase es más conocida que la tabla del uno, ¿no? Las románticas empedernidas estamos hartas de ver distintas versiones de Orgullo y Prejuicio (desde el libro —que muchas compran para dejarlo en la biblioteca con la promesa de leerlo algún día— hasta miniseries y películas).
En mi caso, conocí al misterioso y condenado señor Darcy por el libro. Me pareció tedioso y difícil de entender la primera vez que lo leí: tenía que hacerlo para la clase de Lengua y Literatura, y yo, con mis trece o catorce años, no tenía muchas ganas de interpretar palabras rebuscadas ni de antaño (eso pensaba yo).
Pero todo cambió cuando llegó a mis ojos la adaptación con Colin Firth. Esa escena de Darcy metiéndose al lago y luego, aún mojado, encontrándose con Lizzy... (Si no la vieron, háganlo. Es otro nivel de sensualidad que no pienso discutir con nadie).
Debo admitir que, después de ver eso, busqué el libro y lo releí con la imagen de Colin en mi mente. Y vaya si la historia cambia. Tiempo después, como si el universo nos recompensara por algo, llegó la versión de 2005 con Matthew McFadyen, que nos hizo suspirar (y mojar la tanga, admitámoslo). Y ahí fui de nuevo, desempolvando el libro, atrapada otra vez en las redes de ese romanticismo idealizado.
Mientras mi mente y mi corazón creaban otro absurdo sentimentalismo en base a un personaje inventado por una autora que jamás se casó y —hasta donde sé— solo tuvo un amorío que no llegó a nada, yo ya estaba lidiando con mi realidad amorosa que, de ideal, no tenía nada.
No finjamos demencia. Mientras leemos una novela o soñamos con el amor proyectado en una película, anhelando encontrarnos con ese hermoso protagonista que nos enchufan en la pantalla, la mayoría estamos lidiando con la fabulosa frase que se repite como un mantra cada día:
—¿Qué vamos a cenar hoy?
En el mejor de los casos, esa pregunta viene del novio o la pareja que cae de visita. En el peor —o como yo lo llamo, en la más letal de las situaciones—, no solo cae el marido, sino también los hijos. Y ahí sí, que Dios nos ampare.
Vamos, no mientan, chicas. No digan que no las saca de eje tener que hacer todos los benditos días las mismas cosas, responder las mismas preguntas y buscar lo que ellos nunca encuentran, aun teniéndolo en la punta de la nariz.
Entonces, lentamente, nos damos cuenta de cuán lejos estaba Jane Austen de la realidad. Pero no por eso la amamos menos. A lo largo de mi vida, he llegado a una conclusión: en vez de desilusionarnos, seguimos adelante anhelando un amor de novela, uno que nos saque de la rutina y nos ubique por un rato en un limbo donde podamos soñar. No importa si estamos solteras, casadas, divorciadas, viudas o lo que sea.
Habiendo dicho esto, en este humilde prefacio me voy a presentar.
Mi nombre es Selena Barker, tengo cuarenta años recién cumplidos (una nena). Soy profesora y licenciada en Letras, doy clases en la universidad y también en un colegio secundario. Vivo en la capital, pero nací en una ciudad pequeña del interior, así que en mí convergen varias idiosincrasias: me gusta la quietud, pero también disfruto del movimiento cosmopolita que me brinda este lugar. Un quilombo hermoso, como mi vida emocional.
Divorciada hace un año, tengo un hijo al que amo con toda mi alma, lo que me demuestra que el amor viene en muchas formas.
¿Mi signo del zodiaco? Aries, pero no creo mucho en esas cosas.
¿Mi comida favorita? Cualquier cosa que tenga pescado o verduras.
¿Mi pasatiempo? Leer, ir al cine, diseñar mi ropa... y ahora, ya que me sobra algo de tiempo, escribo.
En mi haber amoroso —y lo pienso a conciencia mientras escribo esto— existen tres noviazgos, un matrimonio, un “casi matrimonio” (ya les contaré) e innumerables citas, salidas, o como quieran llamarlas. Podría decir que cada relación dejó su marca, pero también me enseñó algo fundamental:
no tengo miedo de seguir buscando. De abrir el corazón otra vez. Porque a porfiada no me gana nadie.
Y así, les dejo esta pequeña introducción sobre quién soy, que probablemente podría ser la misma charla introductoria (evadiendo algunos detalles, claro) que tendríamos en cualquier app de citas. Ya saben: esas conversaciones donde las preguntas son tan repetitivas que una ya desea poder copiar y pegar las respuestas, porque siempre son las mismas:
¿De qué signo sos? ¿Qué te gusta hacer? ¿A qué te dedicás?
Y después de eso, arranca toda la perorata de seducción.
¿Que cuál es la finalidad de escribir esto?
Bueno, a veces la vida me abruma. Me pierdo entre las rutinas diarias y las responsabilidades. Pero en el fondo, sigo siendo esa mujer que sueña con un amor que me haga vibrar, que me saque de la monotonía.
Escribo esto para desahogarme, sí. Pero también porque sé que no soy la única que siente así. Tal vez, mientras te cuento mi historia, encuentres un reflejo de la tuya. Y juntas podamos reírnos, llorar y —quién sabe— quizás encontrar un poco de esperanza en medio del caos.
Pero dejo en claro, antes de empezar:
cualquier similitud con la realidad es pura y total coincidencia.
Aviso comunitario:
Estoy más loca que una cabra. No soy ejemplo de nada.
En los siguientes capítulos vas a encontrar lenguaje soez, escenas explícitas, alguna que otra situación de violencia (nada extremo) y contenido sexual.
(¡Ah, eso les gustó, sinvergüenzas! No las juzgo, a mí también me gusta.)
Este contenido es para mayores de 16 años. Si tenés 14 o 15, andá a leer otra cosa. Podés volver cuando cumplas la edad requerida.
Acá no vas a encontrar la típica heroína cliché que se enamora del CEO millonario y arrogante.
Lo que sí vas a leer son romances hermosos, pero reales. Los míos.
#5497 en Novela romántica
#1525 en Chick lit
lenguaje adulto y soez, lenguaje vulgar y mucho humor, violencia amor dolor tristeza y vida
Editado: 18.08.2025