Los amores de mi vida

Capítulo 5 Martín, el sinvergüenza

Las vacaciones de verano fueron maravillosas. Pero, como todo lo bueno en la vida, pasaron en un abrir y cerrar de ojos y tuve que volver al colegio.
Eso significaba separarme de Diego, o sea, no poder verlo todos los días como lo venía haciendo.

Ese lunes, tenía que tomar el transporte escolar bien temprano para regresar al colegio. Diego, que era un sol de novio, se levantó antes para acompañarme junto a mis viejos y despedirme. Obvio que apenas pudo darme un beso en la mejilla, porque además de otros padres despidiendo a sus hijos, estaba mi vieja, que me clavaba la vista como águila a su presa.

—Te voy a extrañar, nena —me susurró al oído, y a mí me temblaron las piernas—. El viernes vengo a buscarte.
Yo sonreí tímidamente y asentí.

¿Vieron que les conté que iba a un colegio de monjas? Bueno, justo enfrente había un colegio de curas, donde iban los varones. Y no es un detalle menor, porque acá la historia se pone interesante. La historia tiene nombre y apellido: Martín Balbuena.

—¿Necesitás que te ayude con la mochila? —escuché detrás de mí mientras subía al transporte—. Parece que llevás mucho peso.
Antes de darme vuelta, me persigné mentalmente. Lo miré, y después miré a Diego, que estaba junto a mis viejos con cara de que eso no le había gustado pero ni un poquito.

Nací con suerte, que les puedo decir. Dijo nunca nadie.
Respiré hondo y negué con la cabeza.

—No, muchas gracias —dije seria, aunque mis pulsaciones estaban a mil—. Puedo llevarla.

Me tiré el pelo hacia atrás y subí rápido, sin mirarlo. Porque, ante todo, diosa… y además no quería problemas con Diego, que ya había quedado abajo en posición de alerta. Sus celos, por decirlo suavemente, eran desmedidos.

Me senté como un autómata al lado de mi mejor amiga, Laura Soriano. Esa tenía de discreta lo que yo de sumisa.

—¡Boluda! ¿Viste quién te habló? —me dijo emocionada—. ¡Con lo lindo que es!
Me encogí de hombros y la fulminé con la mirada para que cerrara la boca.

Sí, todas sabíamos quién era Martín Balbuena: un pendejo mujeriego, en el último año de secundaria, por el que la mayoría de las chicas suspiraban.
¿Cómo explicarles lo que era ese monumento de hombre? Alto, hermoso, imponente… un espécimen de otro planeta.
Era como si Patrick Swayze tuviera una versión más joven, más alta, y con ese corte de pelo que lo convertía en un pecado irresistible. Un rebelde que no mojaba la tanga: directamente te la hacía caer sin pedir permiso con solo mirarlo.

Ojos celestes —pero no celestes comunes, no— eran como tener el mediterráneo, observándote. Y un lunar en el cuello que me daban ganas de pedirle tres deseos y darle un mordisco.

Pasó por mi lado, me miró de soslayo y sonrió.
Maldito. ¿Por qué me hacía eso?
Me giré hacia Laurita para fingir que lo ignoraba. Claro… como si se pudiera.

—Dejame de joder con ese pibe, Lau. Primero, sabés que es un mujeriego y, segundo, tengo novio.
Creo que lo último me lo dije más a mí que a ella, porque Martín no era un chico cualquiera.

Cuando llegamos, cada uno se fue por su lado. Aquí no ha pasado nada.
O eso pensé.

A mitad de semana, tuvimos una misa en el santuario donde ambos colegios se juntaban para la celebración. Como era la escritora del curso, me eligieron para leer unas palabras alusivas y… ¿adivinen quién tocaba la guitarra en la misa?
Sí, él.

Pasé adelante con mi aire de superioridad tan característico, sin mirar a nadie. Empecé a leer, pero apenas levanté mis hermosos ojos color café, me topé con los suyos, que estaba sentado ahí, en el primer banco.

¿Y saben qué hizo el muy hijo de put@?
Me regaló esa media sonrisa irresistible… y me guiñó un ojo.

No voy a mentir: me temblaron las piernas. Y creo (aunque ya no lo recuerdo bien) que tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para seguir leyendo sin tartamudear.

Terminé de leer y me fui a sentar a mi banco. Seguro estaba roja como un tomate, pero no dije nada. Y mucho menos a Laurita… porque ya saben cómo es.
Pero mi corazón traicionero latía a mil por segundo.

Put@ madre… qué difícil se hace la fidelidad cuando aparece un ejemplar así, ¿no?

No escuché ni media palabra de lo que dijo el cura. Yo solo me estaba replanteando por qué, si amaba con todo mi corazón a Diego, Martín me provocaba eso.

Y así, llegó el viernes. Hora de volver a casa y, claro, hora de encontrarnos todos ahí.
No tuve que hacer mucho esfuerzo para encontrarme con esos ojos pícaros. Bastó escuchar cómo se reía con sus amigos para darme vuelta y verlo.

Inmediatamente me hice la desinteresada y seguí hablando con Laura.

—No, mi cielo… yo no voy a ser como todas esas pendejas que caen por vos. Conmigo no vas a poder —recuerdo que pensé.

Ja… mi orgullo, sosteniéndome desde siempre.

Yo no sé cómo se las arregló, pero se sentó en un punto estratégico para estar cerca de mí, agarró su guitarra y empezó a cantar “Entregate” de Luis Miguel.

Todo bien hacía este pibe. Una quería mantener la compostura, ¡Pero así no se podía!

Laurita me daba codazos, informándome todos los movimientos porque yo permanecía con la cabeza gacha, seguramente pensando en Diego y en como estaría porque la última vez que lo había visto, su cara me lo había dicho todo.

— Sele, se sentó en el apoyabrazos... te está mirando... ¡Te está mirando! —me relataba la tarada toda emocionada, mientras yo fingía demencia temporal.

— ¡Te dije que me dejes de joder con ese pelotud0! —le dije, ya medio harta—. No me importa nada de lo que haga.

Pero me importaba.

Y así pasaron un par de semanas. Los viernes iba Diego a buscarme y siempre miraba de reojo a Martín, era evidente que trataba de controlar sus celos, pero que en algún momento iba a explotar.

Y ese día, llegó.

Un viernes cualquiera, cuando estábamos por bajar, todo se volvió más complicado. Porque ya dejaron de ser miradas y sonrisitas. Laura bajó antes, mientras yo esperaba para hacerlo.




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