Los amores de mi vida

Capítulo 6 O novios o nada

La escena era apocalíptica: Diego le había dado semejante trompazo a Martín que lo sentó de traste en la vereda.

—Si te vuelvo a ver cerca de ella, te bajo todos los dientes —Diego nunca tuvo el don de la diplomacia ni la sutileza al hablar en eso, éramos iguales—. ¿Me entendiste?

Martín se limpió el hilo de sangre de la boca y sonrió. Los amigotes estaban llegando y amenazaban con pegarle a Diego, pero el tipo les hizo una seña para detenerlos.

—¿Te pensás que te tengo miedo? —le gritó Martín, burlándose—. No le voy a dejar de hablar solo porque vos me lo exijas.

Ahí se fue contra él mi celoso novio, pero esta vez el otro imbécil se defendió. Rodaron por el suelo peleando como dos perros en celo. En medio de ese aquelarre de golpes y gritos apareció el chofer del transporte y algunos padres que estaban ahí, para separarlos.

—O se dejan de joder o llamo a la policía —los amenazó el tipo—. Vos, llevate a tu novio —me dijo mirándome con cara de pocos amigos—. Y vos, Martín... sos grande. Pelearte por una pibita... —le dijo, mirándolo con reprobación.

Humillado por imbécil, Martincito. ¡Ja!

Diego lo miró una vez más, agarró mi valija, me tomó de la mano y prácticamente me sacó arrastrando de ahí, mientras Martín me echó una mirada asesina. En ese momento no pude interpretar muy bien lo que significaba eso; estaba más preocupada por lo que iba a pasar con Diego.

Ya habían pasado unos cuantos minutos y mi novio no me decía una palabra, así que yo junté valor y abrí mi dulce bocota (esa que nunca en mi puta vida aprendí a cerrar; aún hoy me cuesta hacerlo).

—¿No pensás hablarme vos?

El señorito ni siquiera me miró y yo, que aún no tenía noción de lo que era ser inoportuna, la seguía, y encima elevando mi tonito.

—Dale, hablame, no seas estúpido. Le pegás al otro sin preguntarme nada y ahora te enojás conmigo.

Diego bufó y soltó la valija. Me miró con esos ojos verdeazulados que encendían mi alarma vaginal (ustedes entienden) y me agarró de los hombros.

—¿Qué querés que te pregunte? Cada vez que voy a buscarte tengo que soportar y ver cómo el tipo ese te mira el culo, y a vos, parece que te encanta eso. Si no querés ser más mi novia, me lo decís y listo: esto se termina acá.

Lo vi tan decidido que me dio miedo. Y sí, yo lo adoraba. Era una pibita medio tarada que se había dejado llevar por la emoción de unas estúpidas miradas. Y ahí, a unas cuadras de mi casa, dije por primera vez las palabras que a lo largo de mi existencia diría muchas veces, pero juro que fue lo más genuino e inocente que hice hasta el día de hoy.

—Yo te amo, Diego. Te amo y quiero seguir siendo tu novia —dije mientras las mariposas en mi estómago me estrangulaban la garganta.

Mi chico sonrió. Su hermoso rostro ya mostraba las señales de que se había roto a golpes por mí, pero era evidente que no le importaba porque lo que yo le acababa de decir era todo lo que le interesaba.

—Entonces me amás... —dijo metiendo su mano debajo de mi pelo, atrapándome el rostro—. Yo también te amo y lo sabés. Por eso estoy harto de andar así a escondidas. Quiero hablar con tu mamá y tu papá. Ya no quiero ir en plan de amigo o de vecino.

Me pregunté cuántos cachetazos me daría mi vieja cuando lo supiera. Mi papá ya lo sabía, de eso estaba segura, pero nunca me lo mencionó; años después me diría que eso era una “charla de mujeres” (mi progenitor era del paleolítico) y que le costaba asimilar que su nena tuviera novio, aunque fuera Diego.

—Sabés que mi mamá te va a matar a vos y después a mí, ¿no? —le dije, asustada. Ya me imaginaba encerrada en mi habitación todo el fin de semana, después al colegio y viceversa hasta que tuviese treinta años.

—Mirá, se enojará por unos días —me lo simplificó mi amor, mi cómplice y todo—, pero no voy a cambiar de opinión. O somos novios de esa manera o no somos nada.

—No sé qué pretendés vos... ¿Qué nos casemos? No cumplí los quince todavía —bromeé; la mejor forma que tenía, y tengo, para lidiar con situaciones que me estresan.

—No. Pero es más que obvio que en algunos años, cuando seamos más grandes, lo vamos a hacer —dieciséis años recién cumplidos tenía y ya pensaba en casarse—. Porque yo, con vos, me caso.

Ok. Debería hacer una pausa acá, llamarlo y recordarle las pavadas que me dijo ese día. Pero mejor no. Más adelante sabrán por qué.

—Bueno, dale. Vayamos y hagámoslo —dije haciéndome la corazón valiente—. Y que sea lo que Dios quiera.

Y ahí fuimos. Mi mamá, los viernes, iba a la iglesia a colaborar con las donaciones y en ese momento no estaba. Mi papá era contador y tenía la oficina al lado de mi casa, así que el primer lugar al que fuimos fue ahí.

—¿Y a vos qué te pasó? —dijo levantándose del escritorio yendo hacia Diego.

—Nada, pá. Por celoso se mató a golpes con el hijo de Fernando Balbuena —le espeté, mientras Diego me apretaba la mano.

Sin previo aviso dio un paso adelante.

—Eso no importa, Fabián. Estoy acá para que sepa que Selena y yo somos novios y que espero usted nos permita serlo. ¡Sabe bien cuánto nos queremos!

Mi papá hizo un movimiento con las cejas y asintió sonriendo con tranquilidad.

—Ah, era eso. Bueno, esto viene de hace tiempo, ¿no? —Fue y se sentó en el sillón como si nada—. Yo no tengo problemas. Sé que sos un buen pibe y que la cuidás; conocés el carácter que tiene y, aun así, insistís. Te respeto por eso —se empezaron a reír a mis expensas, los muy cretinos—. Por mí, está bien. Hay que ver qué opina mi señora —la dominatriz de mi padre era y es mi mamá—. Lo que ella diga... para mí está bien.

—¿Yo qué? —entró diciendo la reina, frunciendo el ceño cuando me vio de la mano de Diego—. ¿Qué está pasando acá? ... ¿Qué te pasó en la cara, nene? ¿Te pegó esta? —me señaló.

Yo no sé porque en mi familia pensaban lo peor de mí, ¡si siempre fui una santa! ¡Ja!

—No, Lorena... después le cuento —juro que Diego temblaba; mi vieja era, y es, atemorizante—. Vine a decirle que Sele y yo somos novios. Y que espero que no nos prohíba serlo.




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