Los amores de mi vida

Capítulo 8 Un camino hasta vos

Mi tía me miró un segundo y luego se fijó en él.
—Bueno, encantada de conocerte —dijo seria, porque cuando quería hacerse la perra, lo hacía muy bien—. ¿Amigos de dónde? —frunció el ceño—. Te veo medio grandecito, ¿no?

Quería que la tierra me tragara en ese instante. ¿Desde cuándo mi tía se ponía en plan de interrogar a mis conocidos? ¡La quería matar!

Pero Martín era de esos que no se dejan avasallar por nadie. Eso era lo que más me gustaba de él: su seguridad.
—Del colegio. Bah, ella va al colegio de chicas y yo al de chicos. Estoy en el último año, voy a cumplir 18. Y siempre viajamos juntos en el transporte —dijo con firmeza, aunque hacía mucho que no viajábamos juntos.

Mi tía asintió, se giró, me miró y me guiñó un ojo.
—Me gusta —me dijo moviendo los labios sin emitir sonido, sonriéndome—. Bueno, ya que sos amigo de Sele, podés venir con nosotras. ¿O viniste acompañado?

—Tía —la agarré del brazo—, mejor vamos, no quiero líos con Diego —le dije entre dientes—. Este es el chico con el que se peleó...

Andrea fingió no escucharme. Martín, para mi desgracia, aceptó al toque:
—Vine con unos amigos, obvio que vamos con ustedes —hizo seña para que sus amigos se unieran y enseguida se nos pegaron.

Mientras caminábamos, yo intentaba hacerle entender a mi tía el quilombo que podía armarse si Diego se enteraba. Ella seguía como si nada, era y sigue siendo una reina; Dios, soy tan parecida a ella que tranquilamente podría ser su hija.

—Me gusta más este chico para vos que Diego —me dijo al oído—. Ya te dije que ese pibe no es para vos. En cambio, este... —lo miró de reojo— sabe lo que quiere, pero sos demasiado pendeja para entenderlo. Algún día te vas a acordar de lo que te estoy diciendo ahora.

Tendría que haberla escuchado. Hasta hoy me pregunto por qué no le hice caso en eso y en otras cosas que me aconsejó.

Nos ubicamos relativamente cerca del escenario. Laurita ya estaba charlando con el mejor amigo de Martín y mi tía, como siempre, se hacía la desentendida mientras el susodicho se acomodaba a mi lado.

—¿Te molesta si me quedo acá? —me dijo al oído y, de inmediato, mi pubis explotó. (No me juzguen, era joven, y si lo hubieran conocido, ustedes también habrían terminado igual). — Puedo irme a otro lado si querés.

Yo estaba dura como una piedra. ¿Vieron el juego ese del suelo es lava? Bueno, así estaba. No quería moverme porque sentía que en cualquier momento iba a cometer un terrible error.

—No, quedate si querés —le dije sin mirarlo—. No hay problema.

Él hizo una media sonrisa y yo, como siempre, lo estaba odiando en ese momento porque cada vez que hacía eso, me olvidaba que tenía novio y que, además, era mi amigo de toda la vida.

Cuando empezó el recital, me olvidé de todo. Me dejé llevar cantando como loca exagerada, todas y cada una de las canciones, que me sabía de memoria. Las chicas de mi edad seguro me entienden; y las más jóvenes, búsquenlas y escuchen.

Cuando cantaron “Bye Bye”, se me cayó la tanga al piso. La voz del cantante invita a desarmar la ropa interior. Y yo tenía doble motivo: no solo la sensual voz, sino también a ese pedazo de hombre rozando su brazo contra el mío.

“Dejame, dejame que te toque la piel,
Dejame, dejame que yo te pueda ver...”

Sí, me cantaba Martín, y yo quería desmayarme ahí mismo. No hay derecho a sufrir esa tortura. Debí haber hecho algo muy malo en otra vida, porque esa noche fue un infierno.

Me dio un leve toque en el hombro para que lo mirara, y yo estaba muriendo. Si Diego nos hubiese visto, habría sido el apocalipsis.

—Me encanta ese tema —me dijo cuando terminaron de cantar—. A vos también, ¿no?

No sé de dónde saqué fuerzas para mirarlo; tenía que ubicarlo, porque si no todo se iba a la mierda.

—Martín, dejá de hacer eso. Sabés que tengo novio, no quiero más problemas —le grité porque con la música no se escuchaba nada.

¿Saben qué hizo? Exacto, justo eso: me señaló sus oídos, indicándome que no escuchaba nada. Y para rematar, me agarró del brazo y empezamos a movernos al ritmo de la canción.

Miré a mi tía, que justo nos miraba riéndose, no sé de qué. Seguramente de mi cara de “¿qué hago ahora?”.

Para no alargar, el recital terminó y Martín, como buen caballero, nos acompañó hasta el auto, me saludó con un beso y se fue. Mentiría si digo que no me hubiera encantado besarlo; me declaro culpable. Diego tenía razón con sus celos; Martín no me era indiferente.

Por supuesto, no le conté a Diego que había visto a su enemigo. Preferí hacer la noble “si no me acuerdo, no pasó”. Total, fue solo una casualidad, pensé yo, ingenua como siempre.

Pues no, mi ciela, con Martín Balbuena nada se puede dar por sentado. Eso lo aprendí a la fuerza.

El viernes, subiendo al transporte para volver a casa, apareció él, atrayendo las miradas femeninas al instante.

Hijo del mismísimo Satanás... eso era. ¿No iba a parar hasta hacerme pecar? Me miró, me sonrió, y mi alarma vaginal se encendió.

—Hola, Sele hermosa, ¿cómo estás? —se acercó y me dio un beso.

—Bien, bien —quería morirme y que me enterraran ahí mismo.

Sin decir más, pasó y se sentó en diagonal a mí. Sacó su guitarra y se acomodó en el apoyabrazos, marcando unas notas.

El muy desgraciado empezó a cantar una canción de Vilma Palma, esa que canté hasta perder la garganta esa noche. La puta madre.

“Porque yo necesito un camino hasta vos...
Porque yo necesito verte de nuevo...”

Mientras cantaba me miraba, y yo le pedía ayuda a todos los angelitos del cielo para no sucumbir.

“Y ya no queda nada como vos,
que me derrita como nieve al sol...”

Todo fue mágico (digamos) hasta que recordé que Diego me esperaba y que, si me veía con él, habría problemas.

Pero, por suerte, Martín se precavió esta vez. Antes de que me bajara, me agarró del brazo y a mí se me aflojó el cuerpo.




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