Y al fin cumplí mis 15 años.
Pienso en el día de la fiesta y me derrito, lo juro. Porque parte de ese pasado, aunque ustedes no lo crean, me alcanzó en el futuro… pero no nos adelantemos, aunque quisiera contarles todo ya. Porque, ¡hola!, soy fan de los spoilers. Soy tan ansiosa que leería los libros de atrás para adelante (chiste). Pero este capítulo vale la pena, así que sigan leyendo, ¿ok?
Mi fiesta de 15 fue un sueño. La única hija mujer… imagínense lo que fue eso. Mi papá se gastó lo que no tenía en la celebración. Era una princesa; el vestido me quedaba divino. Lo único en lo que mi mamá se impuso fue en el color: blanco. Yo lo quería rojo.
Después de las fotos pertinentes en todos lados —y cuando digo todos lados, es literal: hasta me hicieron posar tocando y mirando arbustos—, entramos con mi papá al enorme salón de fiestas. Parecía que media ciudad estaba allí.
Diego me vino a saludar con una rosa roja (ay, era tan dulce) y me dio un leve beso en los labios, bajo la supervisión de la señora Lorena.
Vinieron uno a uno, hasta que llegó alguien que ni remotamente pensé que iba a estar ahí: Martín Balbuena. (Que parecía estar más bueno que la última vez que lo vi, el muy pendejo). Se acercaba sonriendo de lado. Era un imbécil, pero de esos que no podés dejar de mirar. Ni siquiera voy a detallar la cara de Diego.
¿Se había venido desde capital para estar en mi fiesta? Después que lo mandé a la mierda... ¿Por qué estaba ahí? Evidentemente, era masoquista ese pibe.
—Hola, hermosa, feliz cumpleaños —me dijo, dándome un beso (solo a mí me podía estar pasando eso).
—Todavía sigue en pie mi invitación —me susurró al oído.
Y pueden creer que seguía sin ser inmune a su encanto, ¡bendito Dios! No sé qué carajos tenía ese chico. Bueno, en ese momento no lo sabía; con el tiempo lo entendería.
Yo me hice la tonta (no saben lo bien que me sale ese papel, soy Meryl Streep) apenas le sonreí. Seguí de largo porque lo tenía a Dieguito muy cerca y no quería líos.
—¿Tu papá lo invitó? —me interrogaba mientras yo todavía seguía saludando gente—. El muy hijo de puta se atrevió a venir. Si se hace el vivo, te lo juro, hoy le desarmo la cara.
Era mi fiesta, pero se ve que Diego dejó de registrarlo apenas vio a Martín.
—No sé, mi amor… mi papá invitó a todo el mundo. El padre de él es cliente de mi viejo, qué sé yo… andá a preguntarle a él. —Ningún machito Alfa, me iba a arruinar la fiesta—. Dejame tranquila. Ubicate, nene.
Así corté de raíz los reclamos de mi novio.
Y acá viene lo mejor. Ya les dije que mi tía Andrea estudiaba y vivía en Buenos Aires. Bueno, esa noche vino con alguien más. Se acercó a mí bailando de la mano de un hombre que le sonreía todo enamorado, me abrazó y me besó las dos mejillas, toda efusiva (ella es así, me agobia con su dulzura), y luego me abrazó por los hombros poniéndose a mi lado.
—Te presento a Alejandro Latanzzi, mi novio —me dijo riéndose alocada—. Bah, mi futuro marido…
Lo miré y me saludó. Era lindo, pero nada que llamara mucho la atención.
—Ah, y este —dijo llamando con la mano a un chico que estaba más atrás— es Juan Pablo, mi futuro cuñado.
¡Oh… por… Dios! Fue lo primero que se me cruzó. No puedo explicarles lo que era ese monumento a la masculinidad. Alto, como de 1,90; musculoso; cabello castaño algo enmarañado; ojos color avellana y una incipiente barba. Usaba un traje oscuro, parecía un maldito modelo de Hugo Boss.
Ese hombre no tenía igual en mi campo visual. Nunca había visto a alguien así en mi corta vida. Se acercó a mí y me saludó con un beso (hasta el día de hoy me parece estar recordando su perfume). Me pinchó un poco con la barba… pero a la mierda todo, mi corazón estaba estallando por el aire.
—Hola, Selena, mucho gusto. Soy Juan Pablo. Feliz cumpleaños —me dijo esbozando esa perfecta sonrisa (de bandido, diría yo)—. Espero que no te moleste que hayamos venido, después de todo no nos conocés.
(Mirá que me va a importar) seguro pensé. No me acuerdo, pero seguro fue así.
—Juan Pablo está por recibirse de abogado, pero ya está trabajando con Alejandro en un bufete en Capital —dijo mi tía, mientras yo seguía idiotizada por ese hombre que me llevaba como ocho años, seguro. Pero estaba visto que había heredado los mismos gustos peculiares de mi madre por los hombres más grandes.
Yo asentí. Por primera vez me sentí atontada, ¡pero atontada mal, eh! Me había olvidado de que era mi fiesta, que tenía una fila de gente para saludar, que mis amigas me reclamaban y que mi novio estaba enojado por el otro estúpido…
Fue mi papá el que me sacó de ahí. Y nada, después del aturdimiento volví a ser yo y a disfrutar. Pero puedo jurar que en algún momento esos ojos color avellana se encontraron con los míos, y sentí el rayo de Zeus atravesarme por completo.
“Te esperaré, bandido.
Tu corazón y el mío tienen algo pendiente los dos” (le hubiese cantado si en ese momento hubiera conocido esa canción).
Así que ahí estaba yo, la flor más hermosa en medio de tres miradas masculinas. Porque Juan Pablo me miraba, de eso no tenía dudas. Obvio, era una nena para él, pero bueno… así parecían ser las cosas.
El vals lo bailé con tanta gente que ya ni lo recuerdo, pero sí recuerdo cuando el bandido bailó conmigo. No solo era una hermosura: bailaba como los mismos dioses. No quería que me soltara nunca.
—¿Vas a ir a visitar a tu tía alguna vez a Capital? —preguntó, y yo casi salto de alegría.
—No sé… mis padres todavía no me dejan viajar sola. Soy muy chica aún —no sé ni por qué mierda dije eso.
Él se echó a reír mostrando su perfecta dentadura.
—Bueno, cuando cumplas 18, por ahí ya podés ir. Igual, si fueras ahora, todos podríamos cuidarte. No te dejaríamos sola.
“Ay, mi bandidoo… yo… te atraparé…” (escribo sobre él y estoy cantando esto. ¡¿Pero qué me está pasando?!)
Juan Pablo fue un hombre que me pegó (en el buen sentido de la palabra), y vaya Dios a saber por qué. Quizás fue su seguridad, su edad, la manera en que me hablaba o miraba.
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Editado: 16.08.2025