Laurita me llevó hacia un lado del salón para mostrarme lo que estaba pasando. Ahí estaba la gata en celo de mi prima Paola (hasta el día de hoy no la soporto) casi tirándose encima de mi novio. Otra vez sufrí una sacudida de la realidad para darme cuenta de que, por mis tonterías, aparecía cualquier fulana arrastrada tratando de comer a mi pastelito. Ah, pero si creía que me iba a robar a mi hermoso Diego estaba muy equivocada.
Diego estaba sentado, y ella afirmada en una de las sillas, haciéndose la sensual, provocándolo. Obvio, Paola era un poco más grande que yo y con bastante más experiencia en llamar la atención masculina. Y aunque yo era un poco despistada e inexperta, pude darme cuenta de que Dieguito estaba bastante entusiasmado mirándola. Y, ¿quién no lo estaría? Llevaba un vestido con muy poco lugar a la imaginación.
—Disculpen, ¿interrumpo? —dije, sorprendiendo a la zorra y al otro, que por lo que alcancé a ver, tan incómodo, no lo noté.
Paola se dio vuelta mostrando una risita burlona (¡qué ganas de borrársela de un cachetazo tenía!) y Diego saltó de su silla como un resorte, acomodándose la corbata y el saco.
—No, no —dijo Diego apresurado, poniéndose al lado mío—. Paola me estaba contando de la carrera que va a estudiar en la universidad.
Tengo un gran defecto o virtud, ya no sé bien: mi boca viaja a años luz de mi mente. Otra de las cosas que siempre me causa problemas.
—Ah, ¿sí? ¿De qué? ¿De meretriz? —no van a decir que no soy educada a la hora de expresar mis ideas—. Porque si es así, ya está bastante adelantada en la materia; con solo ver cómo se vino vestida, basta y sobra.
Diego se quedó helado mirándome como si no me conociera. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Qué le recitara un poema de Neruda?
—¿Qué dijiste, pendeja estúpida? —me gritó la zorra diplomada—. Repetilo, a ver si te animás. —Me levantó la mano para pegarme, pero yo se la agarré. Miren si me iba a dejar pegar en mi propia fiesta.
—Sí, que sos una put@ y de las peores… —a la mierda los buenos modales—. Pero bueno, si te gustan mis sobras, acá te lo dejo —me había enojado con Diego, porque no solo era celosa, sino injusta; hacía dos minutos atrás, yo estaba perdida en los ojos del bandido capitalino. Pero bueno, debo disculparme bajo la excusa de que era una adolescente confundida.
—Pero ¿qué decís, Sele? ¿Qué culpa tengo yo? ¡Si vino ella a hablarme! —Diego estaba totalmente desquiciado con mi actitud. Pero así de imbécil era yo con mis ataques de celos.
—Sí, pero se ve que mucho no te molestó que se te tire encima; la estabas desvistiendo con la mirada. Así que ahí te dejo con ella. Procurá cuidarte si te metes en la cueva de esta —la miré despectiva mientras la otra se ponía colorada como un tomate—. No vaya a ser que te contagie alguna peste.
Amo mi lengua viperina; mi humilde opinión podría encender a Roma por completo. ¡De lo que te perdiste, Nerón!
—¡Pendeja de mierda! —me gritó mi adorada prima, pero yo ya me estaba yendo porque si me quedaba, juro que la iba a dejar pelada.
Diego intentó alcanzarme, pero yo, toda digna, fui a pagarle con la misma moneda. Díganme, ¿quién carajos me mandó a ser tan inconsciente en esa época? No podía ir a buscar a Juan Pablo porque lo iba a meter en un lío a él y a mi tía, así que… ¿adivinen a quién fui a buscar? Sí, a Martín. (La tonta, me dicen).
El ser humano debería tener algún dispositivo que, al momento de hacer estupideces, nos reiniciara… pero se ve que eso aún no existe.
Diego, que venía detrás mío, se frenó al ver lo que estaba por hacer. Martín me miró fijamente y sonrió. Se levantó de la silla y se acomodó el saco. Cualquiera diría que estaba esperando ese momento desde el puñetazo que le dio Diego.
—¿Por fin vas a bailar conmigo, bonita? (Les ruego que no me odien, pero estaba ardida, lo juro) —me agarró la mano y yo, bueno, ahí me quedé inmóvil, porque ese imbécil tenía ese no sé qué. Esperé toda la noche para hacerlo.
—¡Salí de acá! —se metió Diego, enfurecido—. Vos a ella no la tocas. Dale, Selena, no seas chiquilina… no pasó nada con tu prima.
Me estaba llevando, pero Martín esta vez no pensaba quedarse sin hacer nada, como la otra vez.
—Ella se queda bailando conmigo, salí de acá —lo empujó. Y ahí otra vez yo en el medio de una pelea—. ¡Volá de acá!
—No te rompo la cara porque estamos en la fiesta de mi novia —le aclaró al otro, que era la novia, como si Martín no lo supiera—, agarrándome la mano. Pero la próxima no te salvas, me tenés harto, ¡hijo de puta!
Martín me tenía agarrada de una mano y Diego de la otra. Mi diplomacia no estaba funcionando porque, mientras más trataba de separarlos, peor se ponían.
—Basta, chicos, por favor… ya está… disculpame, Martín. Fue una estupidez lo que hice —ni lo miraba, me moría de vergüenza al asumir mi error—. Ya está, ya está…
Martín me apretó más la mano.
—Sele… no… dale, bailá conmigo… dejá a este tarado que siga haciéndose el galán con la rubia esa —dijo burlándose de Diego.
De a poco, todos parecían estar dándose cuenta de lo que estaba pasando. Y ahí, gente… ocurrió algo inesperado. Mi caballero de armadura (pónganle ustedes el color), el bandido de Juan Pablo vino a mi rescate, a salvarme de la vergonzosa escena que esta vez yo misma había provocado.
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Editado: 18.08.2025